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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- En el peculiar universo político cubano, existe una ley no escrita, tan firme como el malecón ante el embate del mar: la responsabilidad es un líquido que, por ley de gravedad revolucionaria, siempre fluye hacia abajo.
Arriba, en la cúspide donde el aire es más puro y las decisiones se toman entre suspiros de historia y poder, la culpa se evapora. Es un fenómeno casi místico, una condición inherente al estatus de los elegidos, aquellos cuyo liderazgo se presume tan ligado al destino de la nación que cualquier mancha, por grande que sea, resulta imposible que se les adhiera. El sistema se construyó, precisamente, sobre este axioma.
El ejemplo arquetípico, el que sienta el precedente inquebrantable, es el Caso Ochoa de 1989. El General Arnaldo Ochoa, un héroe de Angola, fue juzgado y ejecutado por su vínculo con el narcotráfico. El escándalo era de una magnitud atroz, sacudiendo los cimientos mismos de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, el entonces Ministro de Defensa, Raúl Castro, bajo cuyo mando directo operaban Ochoa y todo el aparato militar, no solo no presentó su renuncia, sino que, en palabras de su hermano Fidel, «salió más fortalecido» de la crisis.
La lección fue clara y dura: se puede decapitar a un titán, pero el trono de quien lo supervisaba queda, paradójicamente, más sólido y pulido. El error fue del árbol, nunca del jardinero jefe.
Avancemos varias décadas y la coreografía del poder repite sus pasos con fidelidad enervante. El llamado Caso Gil, con sus acusaciones de corrupción desmedida e incluso de espionaje, ha vuelto a poner sobre la mesa la pregunta por la responsabilidad de los mandos superiores.
El subordinado, el chivo expiatorio de turno, enfrenta su destino. No obstante, su jefe directo, Manuel Marrero, Primer Ministro de la nación y durante años el ministro de Turismo que supervisó la obra del acusado, no solo permanece impoluto, sino que es exhibido en gira internacional, codeándose con la realeza saudí mientras el oriente de Cuba, devastado por un huracán y la escasez crónica, clama por soluciones. La imagen no puede ser más elocuente: la inocencia se demuestra con pasaportes y protocolos, no con rendición de cuentas.
Y, por supuesto, la cadena de impunidad escala aún más. Tampoco se ha visto salpicado el amigo y tutor político de Marrero, el propio Presidente Miguel Díaz-Canel. La lógica del «pase mágico» se aplica con perfección: la culpa de Gil no salta a Marrero, y la de Marrero (de existir) nunca alcanzaría a Díaz-Canel.
Es un sistema de eslabones que se autodestruyen antes de llegar a la cima, preservando la intocabilidad de la verdadera cúpula. La tutoría, la amistad política, la cercanía al sol castrista, actúan como un escudo térmico que repele cualquier acusación por asociación.
Mientras esta comedia de errores —donde solo actúan los de abajo— se representa en los tribunales y en los pasillos del poder, la realidad cotidiana del cubano de a pie es un drama sin fin. El contraste es obsceno: las fotos de funcionarios sonrientes en alfombras rojas de países lejanos frente a la lucha diaria por un plato de comida en Santiago de Cuba.
El huracán Melissa no hizo más que desnudar, una vez más, la profunda desconexión entre una jerarquía que se siente a salvo de todo y un pueblo que carga con las consecuencias de todo.
Al final, Cuba es, en efecto, un país diferente. Es una nación donde la física de la responsabilidad ha sido reescrita. Aquí, la culpa no sube, no salpica, no contamina. Es un atributo que se delega, se concentra y se ejecuta únicamente en los niveles subalternos.
Los de arriba, los de arriba de verdad, aquellos cuyo apellido o proximidad los define como parte del panteón revolucionario, habitan una esfera de inmunidad moral y política. Su historial permanece, ante los ojos del mecanismo que controlan, limpio e intachable. Es la virtud suprema de un sistema donde mandar no implica responder.