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La epidemia de la indolencia mata a un boxeador en Cuba mientras el régimen pasa… de todo

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- En la Cuba de hoy, la muerte tiene un cómplice silencioso y omnipresente, más letal que cualquier variante viral: la indolencia de un régimen anclado en el poder. Mientras las calles susurran los nombres de los que parten demasiado pronto, el Estado responde con un muro de silencio y negación.

El fallecimiento de jóvenes como Daikel Gè Arias, un boxeador de 24 años con un futuro por delante, no es una tragedia aislada; es el síntoma terminal de un sistema que ha priorizado su propia supervivencia por encima del bienestar de su pueblo. Su «paro respiratorio inesperado» es el eufemismo oficial para una cadena de negligencias que comienza en los despachos del poder.

El virus, cualquiera que sea su nombre, no mata en un vacío. Mata cuando encuentra un terreno fértil, y el régimen cubano se ha encargado de abonarlo con décadas de desinversión en la salud pública. Lo que acaba con un joven atleta en la flor de la vida no es un agente patógeno invisible, sino la ausencia tangible de reactivos para diagnosticarlo, la escasez criminal de medicamentos para tratarlo y el colapso premeditado de un sistema hospitalario que fue otrora orgullo nacional. El comunismo, en su práctica real y no en su retórica, se ha revelado como la comorbilidad más peligrosa.

Mientras los cubanos mueren en salas de espera convertidas en mortuorios, la maquinaria estatal no se detiene. Su prioridad no son los insumos médicos, sino la construcción de hoteles de lujo; no son los reactivos para pruebas, sino la propaganda que vende una imagen de normalidad inexistente. Mientras un padre pierde a su hijo, los altos funcionarios, los mismos que han estrangulado la economía con su control absurdo, pasean por Arabia Saudita o asisten a cumbres internacionales, blindados en su burbuja de privilegios. La vida de un ciudadano común no vale ni el papel de un pasaporte diplomático.

Mentiras tras mentiras

El engaño es parte esencial del protocolo. A las familias devastadas por el dolor se les ofrece un diagnóstico de fantasía: «paro cardíaco», «fallo respiratorio». Se prohíbe mencionar la palabra virus, se ocultan las cifras reales y se entierra la verdad junto a los muertos. El Ministerio de Salud Pública, lejos de ser el abogado del pueblo, se convierte en el notario del encubrimiento, callando cuando su deber es gritar y exigir al gobierno los recursos que urgentemente se necesitan. En Cuba, la transparencia es la primera baja en esta guerra silenciosa.

La realidad en los hospitales es una pesadilla dantesca. Médicos y enfermeras, héroes sin armas, se ven reducidos a la impotencia de prescribir agua y té de hierbas a pacientes con síntomas graves. No hay oxígeno, no hay antivirales, no hay esperanza. Las mismas escenas de desolación se repiten de Guantánamo a Pinar del Río: salas abarrotadas, cuerpos amontonados y un olor a muerte y desesperanza que el régimen no puede ocultar por mucho más tiempo. Las cifras, que el gobierno se niega a divulgar, se cuentan en el luto de cada familia.

Cuba no necesita más consignas; necesita una intervención humanitaria urgente. No una invasión con balas, sino un puente aéreo de medicamentos, reactivos, jeringuillas y equipos de protección. Cada vida perdida como la de Daikel es un reclamo que clama al cielo. Es una demostración de que cuando una ideología se vuelve más importante que la vida humana, el resultado es un genocidio por negligencia. Una vida humana, la de un joven boxeador lleno de sueños, vale infinitamente más que toda la revolución y sus obsoletos dogmas.

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