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Por Jorge Sotero
La Habana.- A los habituales olores a salitre y basura abandonada, la capital cubana estrena otro, el dea heces humanas, luego del nombramiento de Rosa María Payá para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Marco Rubio se frotó las manos cuando aseguró la presencia de la opositora cubana en la CIDH. Porque, aunque la cúpula castrista aparente que le importa poco lo que digan en esos pasillos, cada gesto, cada palabra, cada «libertad» pronunciada en voz alta, es como un clavo más en el ataúd de un régimen que ya huele a formaldehído.
Rosa María Payá habla con esa calma que solo tienen los que han crecido entre gritos ahogados. Su padre, Oswaldo Payá, murió en un accidente que nadie en Cuba se cree. Ella lo sabe, todos lo saben, pero aquí la verdad es como el agua en La Habana: a veces sale, a veces no, y cuando sale, nunca sabes si te va a intoxicar. Rubio la mira como quien ve una pieza de ajedrez que por fin ha logrado colocar en la casilla correcta.
Marco Rubio es el tipo de político que habla de Cuba como si fuera su casa, aunque hace décadas que no pisa la isla. Tiene ese acento de Miami que en La Habana suena a película mal doblada. Pero hoy, en la CIDH, su retórica no es solo para la galería: es un martillo. Cada palabra de Payá, cada documento, cada lágrima contenida, es un golpe más. Y Cuba, allá en su silencio, sigue fingiendo que no escucha.
El régimen cubano tiene una habilidad prodigiosa para ‘convertir las derrotas en victorias’ y las victorias en nada. Pero esta vez no pueden hacer como que no pasa nada. Payá no es un disidente cualquiera: es el símbolo de una generación que ya no teme, que no pide permiso, que no cree en las promesas viejas. Y Rubio lo sabe. Por eso la pone en primera fila, como quien exhibe un trofeo. Pero en este caso, el trofeo está vivo y habla.
La CIDH es un teatro donde todos actúan, pero a veces la ficción se parece demasiado a la realidad. Payá habla de elecciones libres, de presos políticos, de una Cuba que podría ser y no es. Los representantes del gobierno cubano, si es que hay alguno por ahí, deben estar mascullando entre dientes. Porque esto ya no es el discurso de siempre: es el relato de una hija que no se rinde, respaldada por un senador, convertido en Secretario de Estado, que no suelta.
Rubio no es ingenuo. Sabe que esto no va a cambiar Cuba de la noche a la mañana, pero también sabe que cada grieta cuenta. El régimen puede soportar sanciones, puede soportar discursos, pero lo que no soporta es que le recuerden, una y otra vez, que hay gente como Payá que no les tiene miedo. Y eso, en una dictadura, es más peligroso que un embargo.
Mientras tanto, en La Habana, la vida sigue igual. La cola para el pan, la libreta de abastecimiento, el mismo malecón con las mismas olas. Pero algo cambia, aunque sea despacio. Porque cada vez que alguien como Payá habla, alguien en Cuba escucha. Y cada vez que alguien escucha, el miedo se hace un poco más pequeño.
Al final, esto no es solo sobre Cuba. Es sobre Rubio y su obsesión, sobre Payá y su lucha, sobre un régimen que ya no puede controlarlo todo. Y, sobre todo, es sobre el sonido de un puño que aprieta, pero que todavía no termina de cerrarse.