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UN CELULAR ROBADO Y UNA POLICÍA PERDIDA

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Por Javier Bobadilla.- En la madrugada de jueves para viernes me asaltaron para robarme el teléfono. Como ya ustedes saben, lo lograron.

La historia en sí es poco interesante. Madrugada, dejé la moto en el parqueo, salí, doblé, caminé 20 metros, me agarraron por la espalda, galleta, galleta, bloqueo, grito, intento de tapar boca, dos tipos corriendo calle abajo. Me levanté del suelo echando sangre por la nariz, y sin teléfono.

Segundos. Si un asalto llega a medio minuto, es que algo salió irremediablemente mal, y este, aunque me duela decirlo, salió bien. A alguna gente los han pinchado primero para llevarse el teléfono con calma.

De los autores del hecho, ni soy del tipo conspirativo, ni tampoco descarto posibilidades lejanas. No obstante, la Seguridad ha tenido mi teléfono en sus manos varias veces. Siempre lo he entregado voluntariamente sabiendo que el iPhone es inviolable. Después de un par de veces, perdieron el interés.

El que piense que en Cuba existe alguna tecnología capaz de desbloquear un iPhone, está viendo muchas películas de hackers, y el que crea que en la UCI la pueden programar, seguramente nunca ha entrado ahí. A los que saben más del tema les recordaré que la licencia de Pegasus la tiene que aprobar el Ministro de Defensa de Israel, cosa que veo más dudosa que el que lo programen en la UCI.

Estación policial de Zanja CubanetMi teléfono, además, comparte su posición continuamente con varias personas. Al otro día yo sabía dónde estaba.

¿No quieren que escriba más? Me hubieran metido dos buenos batazos y me hubieran quitado el teléfono para las apariencias. Fácil. Más fácil aún, me hubieran apagado los datos y el Nauta Hogar en Etecsa.

Esto fue otra cosa peor. Esto fue la decadencia de la sociedad.

Por la tarde voy a la policía. En la estación de Zanja me hablan de una avalancha de robos de teléfono. En las redes hay noticias de otra avalancha, pero de robos de moto. No hay gasolina para la patrulla. Los policías se quejan del sueldo, que no alcanza para nada. Para el que vive en un albergue, la vida es particularmente miserable.

En el albergue de la policía se vive un poco mejor que en la cárcel. Me hablan del químico, y de las cosas que hacen los adictos. Se quejan también de las sanciones por delitos con violencia, que son insignificantes. En masa están pidiendo la baja para trabajar en otra cosa.

La patrulla cruje cuando acelera. Puede que tenga el chasis partido. Por dentro es un desastre. Todo está roto, remendado y vuelto a romper. La puerta hay que tirarla.

En dos ocasiones me piden el pasaporte. Sonrío. El cazador y la presa evolucionan juntos. El policía de Centro Habana está programado para el delincuente de Centro Habana. A mí, no me entienden. La oficial que recibe la declaración me porfía cada detalle de mi historia. Me pregunta en qué trabajo. Yo le digo que soy programador, y ella me responde que «ahhh, mijo, sentado ahí en la computadora tecleando y haciendo la paqueta». Justo después arremete contra el salario de ocho mil pesos, las horas de trabajo y el cartón de huevos.

Fallece un hombre a causa de golpiza en la Unidad Policial de Zanja, Centro  HabanaYo la escucho. Yo escucho a todos. Ya la nariz no me importa, y del teléfono, me acabo de dar cuenta de que por el método de ellos no va a aparecer nunca. Lo que yo puedo hacer, no lo puedo hacer ahí, pero cada minuto dentro de la estación es de estudio, y lo vale.

Nadie me lo dice, pero peor que el precio del cartón de huevos es la incertidumbre. Cuando la policía termine de colapsar y se convierta en una institución simbólica, el control pasará a las bandas. Se dice que en algunas provincias ya está ocurriendo.

Mientras estas bandas no se metan en política y no decidan cobrarle protección a la mipyme equivocada, el ejército -único mecanismo efectivo de represión-, hará la vista gorda. Esto no es una premonición, es el desarrollo natural de las cosas. Ha pasado así siempre y en todas partes.

El jueves me despierta una llamada de la estación. La oficial me pregunta si puedo ir. Cuando llego, revisamos la declaración y le añadimos la posición del teléfono. Ese día habla en un tono diferente. Habla como con cuidado. Me dice que el jefe de la estación quiere verme. El por qué, hacerme unas preguntas acerca del teléfono. Manda a avisar que yo estoy ahí, y que tengo un problema en una pierna y no puedo subir escaleras.

El jefe aparece al rato, buscando con la vista a alguien que no puede subir escaleras. Es evidente que es el jefe, el lenguaje corporal lo grita y las tres estrellas en el hombro lo reafirman silenciosamente. Pasa frente a mí, camina de un lado a otro del salón. Le pregunta a dos hombres mayores que lógicamente no saben qué responder. Después de unos momentos de mirar, el carpeta lo llama, y le señala hacia mí. El jefe le pregunta «¿el extranjero aquel?», y el carpeta le responde que no, que es cubano, pero que sí, que es ese.

Viene, se presenta, y me guía hasta una oficina. En ese momento me imaginé muchas cosas, y pensé encontrarme ciertas personas. No ocurrió. La oficina estaba vacía. Tuve una breve conversación con él. Me preguntó por el GPS del teléfono y la seguridad informática del iPhone. Nada demasiado concreto, pero sabía de lo que hablaba y se expresaba correctamente. Y hablaba como con cuidado. Hay cosas que se intuyen.

Aquel coronel quería verme la cara, y no me quedó claro el por qué. Cuando me la vió, no era la que él se esperaba. Y me miró, muy, muy atentamente.

Y claro, los coroneles no bajan de las oficinas porque a alguien le robaron el teléfono.

Después de hablar del GPS y la cuenta de iCloud, el coronel me da las gracias y me dice que me mantendrá al tanto. Observo el lenguaje corporal, muy diferente de hace un momento en el salón. Nunca me salgo de personaje, pero siento que es por gusto. Sonrío, y también le doy las gracias.

Esta aventura no ha terminado, algo me dice. Si ven un iPhone SE rojo, bloqueado con cuenta de iCloud, puede que sea el mío.

De Siria hablamos en la próxima vuelta.

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