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HASTA LUEGO A PINILLOS 463

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Por Esteban Fernández Roig Jr. ()
Miami.- Mi madre había nacido ahí, mi hermano y yo también. No sabíamos cuánto queríamos esa casita hasta que un día, al sentarnos a cenar, mi padre soltó “la bomba”.
En realidad sólo dijo dos palabras con una sonrisa en sus labios tratando de suavizar la situación: “Nos mudamos”.
Inicialmente, yo tiré a coña la cosa y le dije: “¿Sí, papi, cuando te vas?” Pero estaba hablando en serio.
Y molesto yo sostuve : “¡Yo no me voy!”.  Mi hermano Carlos Enrique dijo: “Yo tampoco”.
El empecinamiento no era precisamente por la casa, la casa mi hermano y yo la habíamos destrozado, era una casita humilde donde se pagaban 14 pesos mensuales.
No era nuestra, el propietario era Armando Hernández, padre de Hernán Hernández, profesor del Instituto.
Era el barrio, los amiguitos, la bodega de Márquez, la carnicería de “Quinito”, el zapatero remendón “Neno”, las lindas vecinitas: Estrellita, Eugenita, Mabel Llanes, Magda, Barbarita, Daysi.
El día de la mudada fue “trágico”: mi hermano y yo aferrados a las barandas del portal, abrazados a los horcones, absurdamente besábamos las paredes, llorábamos, gritábamos.
Mi pobrecita madre repitió un montón de veces para tranquilizarnos: “¡Vamos a tener un baño intercalado con ducha y todo!”.
A duras penas y casi a empujones trataban de sacarnos de la casa. Para calmar a mi hermano, de pronto, paré de llorar.
Al ver nuestras desesperación, algunos vecinos intervinieron: Jesús Garcés se acercó a mi padre y le dijo unas cortas, pero sentidas palabras: “Esteban, piénsalo bien, los muchachos están desolados”.
Ante los ojos incrédulos que observaban la perreta levanté el brazo y en forma de despedida grité absurdamente: “¡Volveré!”.
Las vecinas -unas madres para nosotros-: Querela Valdés, Tina González, Luisa Díaz, Santa O’ Hoalloran, nos abrazaron y besaron.
Y por el resto de mi vida en Güines, al regresar caminando del parque a nuestro nuevo hogar en el Residencial Mayabeque, iba por la calle Soparda, y al llegar a Pinillos, miraba de reojo a la humilde casita, me sonreía y derramaba una lágrima.

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