(Tomado del muro de Facebook de Jorge Fernández Era)
La Habana.- Pocas veces he explicado a los amigos el porqué, si soy implacable con ciertos personajes de la actualidad cubana, no obre igual con Iroel Sánchez, uno de sus más encumbrados símbolos. La razón es sencilla: Iroel fue —es— mi amigo.
Nos conocimos en la Cujae en la primera mitad de los ochenta. Él estudiaba Ingeniería Informática, yo Arquitectura. Como miembro del secretariado de la FEU de la universidad, Iroel atendía la esfera de Propaganda. Yo hacía otro tanto en mi Facultad, pasé a ser su subordinado, condición que se desdibujó con el tiempo, pues forjamos una enorme camaradería. Me convertí en su asistente personal. De mis activistas de Arquitectura, y de mí mismo, dependía el noventa por ciento de los carteles que pululaban en el Ispjae, así se nombraba entonces.
En una ocasión hice una mancha sobre acetato a partir de una magnífica foto de un niño-guerrillero del FMLN de El Salvador. Con el apoyo de un retroproyector, dirigido hacia un lienzo inmenso, reproduje la foto y le coloqué un texto corto y contundente: «Merecen nuestro amor». Evocaba la canción de Silvio. Lo coloqué sobre un hueco de la escalera de la Facultad. A Iroel le encantó. Me rogó hiciera una segunda versión más trabajada para enviarla a concurso, si mal no recuerdo el 26 de Julio de la Upec, competí en el apartado de Propaganda Gráfica. Meses después se molestó con el jurado: poco faltó para que me otorgaran uno de los premios de haberle dado crédito —como no lo hice— al fotógrafo.
Se alegró cuando coincidimos como delegados al Primer Encuentro Nacional de Estudiantes de Ciencias Técnicas, con sede en la Cujae. Ambos fuimos seleccionados años más tarde precandidatos a delegados al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en Corea del Norte. No tuve en suerte viajar ni leo en las biografías sobre Iroel que haya tenido el orgullo de conocer personalmente al gran camarada y presidente eterno Kim Il Sung.
Dejé la Arquitectura en tercer año para comenzar el primero de Periodismo. Volví a encontrarme con mi amigo cuando tomó el mando del Instituto Cubano del Libro. Fui de los que se preguntó qué demonios hacía un ingeniero al frente de tamaña responsabilidad. El motivo, más que literario, era político.
En la Feria del Libro 2007 Iroel presidió en la Sala Guillén la entrega de reconocimientos del Concurso Internacional de Minicuentos Dinosaurio, ya he contado que obtuve el Primer Premio. Fue efusivo al entregarme el diploma.
Con posterioridad, fueron frecuentes los encuentros en actividades relacionadas con el libro. No existían las redes sociales, ni por asomo escribíamos tanto, pero en la «guerra de los email» participé con uno muy duro que él leyó. Me lo comentó un día en que nos encontramos en el Foso de los Leones del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Iroel organizaba una excelente peña de música y literatura. En esa ocasión discutimos en buena onda. Algo así me dijo: «Ojalá nunca tengamos que fajarnos por motivos políticos». Mi respuesta: «Llegada la ocasión, firmaré mis artículos con un seudónimo: Iroelbeer». Se rio una pila. En el subconsciente de cada cual quedó firmado un pacto de no agresión. Fue cumplido casi al pie de la letra.
No recuerdo quién lo violó primero y por única vez. Hice un comentario en mi muro sobre la manipulación en La Pupila Asombrada de la figura de Celia Cruz. Él, por su parte, permitió que Michel Torres Corona hiciera una de las suyas por una jodedera mía en La Joven Cuba sobre el desfile del Primero de Mayo. Años atrás le había perdonado a mi antiguo jefe no hacer nada en mi defensa en la bronca que libré solito contra los que me acusaron de faltar el respeto al Comandante en Jefe al enmendarle la plana en los dos libros que le edité y corregí, uno de sus Reflexiones sobre asuntos del medio ambiente, otro sobre un conversatorio con intelectuales de todo el mundo organizado por Fidel en la Feria Internacional del Libro. Iroel ni siquiera hizo acto de presencia en la discusión con Randy Alonso que gané finalmente.
La última vez que lo vi fue en la Uneac, en diciembre pasado. A Laide le entregaron su carnet de miembro de la Asociación de Escritores, a Iroel también. Entré por la fila donde ya estaba sentado y lo saludé. Respondió fríamente a mi estrechón de manos, quizás como respuesta a lo que he escrito en mi perfil de Facebook en los últimos años. Si ese fue el anuncio de que el pacto se rompía, y no por mí, ya nadie podrá comprobarlo, pero de lo que estoy seguro —por las barrabasadas que escribió y los cuentos de espanto que he oído sobre su persona— es de que Iroel Sánchez, mi amigo, no hubiera sido capaz de escribir algo semejante a esta crónica de ser yo el fallecido.
Ayer, a mi regreso de la manifestación pacífica frente al monumento a Martí, me encontré en Santos Suárez con mi amiga Georgina, también editora. Me transmitió la triste noticia. Es testigo de mi perplejidad.
Mi relación con Iroel Sánchez demuestra que dos posiciones irreconciliables pueden ser respetuosas sin renunciar a los principios que defienden. Y que una amistad de años no merece ser traicionada.