Bayamo.- Llegué buscando la escuelita, los maestros, la niña que me haló tantas veces las orejas para que leyera de corrido como ella quería; los árboles de mi niñez, el rumor del Maibío, la posa de Canda, el lajial donde mi madre una vez a la semana lavó nuestra ropa, el campo de guayabas dulces, la música de los pinos al atardecer, el canto del sinsonte sobre el álamo, la loma por la que descendíamos a galope como caballos salvajes, los Cuatro Caminos donde aparecían brujerías, las casas donde tomé agua, café, comí mangos, anoncillos y jugué con los niños que vivían en ellas; pero después de 46 años, la escuela es otra, más bella en verdad, con un José Martí que no ha dejado nunca de ser su nombre; otros alumnos, igual que yo, volverán un día, quizás a saludar a las poquísimas familias que aun estén allí.
De los viejos árboles, sólo permanecen desafiando el tiempo el de anacahuita y el álamo. Ya los viejos maestros se fueron, algunos al cielo, otros al descanso de la jubilación. La niña que me exigía leer de corrido es la directora.

Ya no está la posa de Canda donde mamá lavó y me bañé tantas veces con los muchachos del barrio. La mata de mango corazón sigue en pie, cercada por delgadísimas cañas y lodo. El lajial se lo tragó la tierra. Sobre el campo de guayaba crece un platanal. Ya no está el rumor del Maibío, el agua estancada y amarilla recuerda aquel río que una vez fue feliz y corría repleto de biajacas, guayacones, ranas, jicoteas.
La loma ahora es una pequeñísima pendiente. De los cuatro caminos sólo quedan tres; dejó de ser el sitio de las brujerías. Los pinos ya no cantan, sus huesos se extinguieron en la memoria. El verde del paisaje aun convida a soñar. El camino sigue ahí, con su mismo vestido de siempre.
La casa de Jigüe e Idamí es la única de aquellos tiempos, ya no están las de Chiquito, Vargas, Oscar. Los recuerdos siguen vivos, unidos a dos enormes árboles, mudos testigos aún de nuestro paso por aquel lugar de nombre aborigen, orgullo de abuelos, hermanos, familias, llamado Maibío.