Enter your email address below and subscribe to our newsletter

LAS LUCES DEL ALMÁCIGO (Las calabazas de Halloween)

Comparte esta noticia
Por Héctor Miranda ()
La Habana.- En el almácigo de la línea, decían los viejos, salían luces de noche. Luces que subían a la copa del árbol y luego bajaban lentamente, o viceversa, en medio de destellos lúgubres que le metían miedo al más valiente de los hombres. Siempre ocurría hacia la medianoche, sobre todo en esas noches oscuras, en las cuales la Luna solo sale en la madrugada, o no sale nunca. Y en las casas de los campesinos de por allí siempre se hablaba de lo mismo. Las conversaciones eran mucho más habituales cuando había visita de alguien del pueblo, que no tenía otro camino, ni otra opción, que pasar por el almácigo al regreso.
Los campesinos se sabían muchas historias. Un día te contaban una y luego otra. Los protagonistas nunca era ellos, ni sus hijos, porque a los que vivían por allí jamás le salía aquella luz resplandeciente, que se escapaba como por unos huecos pequeñitos para convertirse en el terror de los forasteros, o de los enamorados pueblerinos, que iban al campo a la conquista de alguna guajirita.
Aquellos cuentos llenaban de terror a los niños, a los visitantes y hasta alguna mujer, pero los campesinos más viejos siempre escondían alguna sonrisa detrás del tabaco de turno. Un ojo avezado se daba cuenta de que algo oculto había en todo aquello, de que algo se cocinaba que no era ciento por ciento como lo contaban. Aún así, todo era fascinante, porque no eran los habituales fuegos fatuos que aparecen como consecuencia de la descomposición de la materia orgánica. Y encima de eso, estaban aquellos repiques con ruido in crescendo en los rieles del ferrocarril.
El viejo Manuel tenía dos hijas preciosas. Las cuidaba como a las niñas de sus ojos, sobre todo después que dejaron de ser adolescentes y cada vez más veía venir mozalbetes en plan de conquista. Un día llegaba uno medio perdido a preguntar cómo se iba a la finca de Alfonso, u otro que solo quería que le regalaran un poco de agua fresca para llenar su cantimplora. Incluso, había quien se justificaba conque era la hora de El Vengador, un popular programa de radio, y quería escucharlo.
Las jóvenes no salían jamás, pero uno intuía que estaban ahí, detrás de cualquier puerta, y solo por voluntad expresa del padre se escondían. Pero el tiempo pasó, y las jóvenes esbeltas comenzaron a salir de casa más a menudo. No siempre Graciela podía acompañarlas a ambas. Unas veces iba con una, pero la otra quedaba libre para pasear por el parque, ir a tomarse un helado. Y ese era el momento que esperaban los jóvenes para cortejarlas, para invitarlas al cine, a hablar un rato en el parque, para arrancarles alguna confesión o una simple promesa.
Pronto, ambas tuvieron enamorados. El viejo Manuel se mantenía recio en su posición, pero ya las muchachas no querían salir con la madre, y cada vez hacían más presión para ir solas al pueblo, por cualquier motivo. Una le confesó al padre que tenía novio, y este solo le dijo que tenía que venir a la casa a hablar con él. La otra, la más pequeña, dijo que también iría a verla alguien, pero que no eran nada aún, que solo hablaban. Y nada más. A Manuel le cayó mejor el novio de la mayor, y una noche, después de un sinfín de preguntas, le dijo que le parecía bien que visitara su casa dos veces a la semana: el jueves en la noche, de siete a nueve, y los domingos por la tarde, que se podían sentar uno al lado del otro en los viejos sillones de la sala, y que solo podían agarrarse las manos. Eran las reglas de aquellos tiempos, y la pareja la aceptó sin muchos miramientos, porque ‘algo -decían- es más que nada’.
Cierto que Graciela los sorprendió alguna vez besándose los labios. Incluso vio de soslayo a su hija tocando por encima del pantalón las entrepiernas del novio, pero se hizo la de la vista gorda, como si no se hubiera dado cuenta de nada. A ella también le agradaba el novio de su hija, y hasta se imaginaba la boda, y a ella y a Manuel posando para las fotos. Su hija haría lo que ellos no pudieron hacer, porque ella se fue con su entonces novio una noche de lluvias, en la grupa de un caballo. Eran otros tiempos, se decía entonces.
La hija pequeña era novia de un mulato de pelo medio rubio y ojos claros, que usaba zapatos de dos tonos, o de colores. Y prefería hablar con la muchacha en el portal de la casa, como si escondiera algo. Y Manuel no estaba dispuesto a permitir que aquello siguiera ocurriendo. El sabía que prohibir las visitas podía ser peor, porque la hija, tal como hizo Graciela con él, se podía ir con el novio. Porque él sabía que eran novios aunque ellos dijeran que no. Incluso, averiguó sobre la vida de este y supo que había tenido varias novias en diferentes, lugares. Y algunos ‘jodedores’, para tomarle el pelo, le dijeron que tenía un par de ellas embarazadas.
Manuel hubiera querido buscar un león, como en la novela guajira Wampampiro Timbereta, de Samuel Feijóo, que le habían leído como 10 veces, pero eso era imposible. Entonces recordó lo del almácigo, las luces que subían y bajaban, y el ruido en los rieles de la línea de ferrocarril.
Aquel domingo el pretendiente, que no novio, al menos declarado, de su hija llegó como a las 8.00 de la noche. En la casa aún no habían comido, y el joven se sentó en el portal, en un taburete que reclinó contra la pared. Encendió un cigarillo y luego otro y otro, tantos que cuando la hija menor de Manuel salió, después del postre, había más de media docena alrededor de unos lirios blancos sembrados alrededor del portal. Al poco rato llegaron unos vecinos y en la sala Manuel y los recién llegados hablaron de cualquier cosa: de los bueyes nuevos que había comprado Victorio, de las cañas de Felipe, que se incendiaron sin que nadie supiera porqué, o de la tocadera de fotuto en casa de Gregorio, cuya mujer se había ido con otro y que él la había recogido de vuelta.
Al final, llegaron los cuentos de aparecidos, fantasmas y luces. Y salió a relucir la luz que salía a medianoche en el almácigo. Hablaron durante mucho rato de eso, tanto que la pareja que hablaba afuera a la luz de un farol chino, mostró interés y ambos se acercaron a escuchar una de las historias, supuestamente la última, ocurrida solo unos meses atrás, con alguien que regresaba de la costa, muy tarde. Manuel y los dos amigos exageraron todo lo que pudieron aquella historia, y no dejaron de recordar las cadenas que corrían sobre los raíles y las traviesas. Y así, hasta que llegó la hora en la cual el enamorado de su hija se iba a casa.
Los vecinos, que vivían a más de un kilómetro cada uno, también dijeron que se marchaban. Se despidieron todos en el portal, caminaron justos hasta el camino de la línea, y luego cada uno tomó su rumbo. Uno de los campesinos le dijo al pretendiente de la hija de Manuel que tuviera cuidado al cruzar frente al potrero de Malayo, que había un toro peligroso que a veces se saltaba las cercas. Pero el hombre no le prestó mucha atención a aquello y como en otras ocasiones, encendió un cigarrillo y caminó de traviesa en traviesa hacia el pueblo.
Estaba a medio kilómetro del almácigo cuando vio el parpadeo de una luz, a la altura de un hombre, más o menos. Pensó que era alguien que encendía un cigarillo y que abría la puerta al cuartón grande donde vio unos caballos pastando cuando iba para la casa de Manuel. Pero a medida que se acercó, notó que la luz subía lentamente, que bajaba unos centímetros y luego volvía a subir. No era una llama, ni una bola de luz, sino un objeto redondo que parecía tener unos huecos por donde salían pequeños haces de luz, que irradiaban las escasas hojas del árbol.
Por un momento el hombre se detuvo. Lanzó el cigarillo al piso y se quedó pensativo. Pasaron unos segundos que parecieron horas, y entonces se golpeó el pecho como el bateador que sale convencido de que va a pegar un jonrón, pero solo avanzó 30 pasos. La luz descendió bruscamente, se perdió por un instante y luego volvió a subir con suavidad. Y para colmo, en los raíles se sentían unos golpes raros y lejanos. A estas alturas las piernas le sudaban copiosamente y las rodillas se negaban a mantenerse rígidas.
Pero se recuperó justo cuando el ruido aumentaba y otra luz comenzaba su ascenso a la cima del almácigo. Entonces se volteó y comenzó a correr en sentido contrario, sin mirar hacia atrás. Al cruzar frente al potrero de Malayo, el toro padre, que estaba fuera, brincó para dentro del potrero asustado, y él solo paró dos kilómetros más allá, después de encontrar otro camino para volver a casa, al pueblo.
A la mañana siguiente, los primeros transeúntes se encontraron en el tronco del almácigo dos calabazas partidas, sin semillas dentro y con muchos huecos. Alrededor había peste a keroseno y de uno de los gajos del árbol colgaba un nylon de pescar. Manuel, contrario a su costumbre, le preguntó a su hija menor si ese día no iría al pueblo, y luego se pasó todo el tiempo ansioso porque volviera. Cuando regresó estaba contrariada, porque no había visto a su enamorado donde siempre. Y luego, después de averiguar donde vivía, fue a su casa y preguntó, pero la madre le dijo que había llegado tarde, muy asustado, y que recogió todas sus cosas, las puso en una maleta y cogió el primer ómnibus para La Habana.
Solo entonces Manuel respiró profundo, y luego fue a la cocina y le dijo a Graciela que iba a ir al río a sacar unas malangas, y que si los hijos de Roberto pasaban por allí que les diera un saco con piñas que había en la casita de desahogo, en una esquina de la barbacoa. Ahhh, y desde aquel día nunca más fumó tabaco. (Esta historia ocurrió tal cual. Solo cambian los nombres y los lugares)

Deja un comentario