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Por Albert Fonse ()
Es una pregunta incómoda, casi ingrata, pero inevitable: ¿quién tiene más mérito en la lucha por la libertad de Cuba, el que resiste desde dentro bajo la bota de la dictadura, o el que desde el exilio, a pesar de vivir en libertad, decide no olvidar ni callar?
Ambos caminos son duros. Ambos implican renuncias y sacrificios. Ambos exigen una voluntad que no nace de la comodidad ni del cálculo, sino de una conciencia moral que arde por dentro.
El cubano que lucha dentro de la isla lo hace con todo en contra. Vive bajo vigilancia constante, sin derechos, sin garantías, sabiendo que una palabra mal dicha puede costarle años de prisión. Tiene a la Seguridad del Estado en la puerta, al miedo en la almohada y a la censura en cada conversación. Su sola existencia como opositor ya es una forma de resistencia. No necesita discursos grandilocuentes ni redes sociales. Basta con no doblegarse para ser un peligro para el régimen.
Pero fuera de Cuba, hay otro tipo de lucha. No lleva las marcas visibles de la represión, ni la amenaza de una celda, pero exige algo que muchos no están dispuestos a dar: memoria, coherencia, sacrificio voluntario. Porque es más fácil olvidar. Es más cómodo integrarse, disfrutar del supermercado, del pasaporte libre, del silencio.
Por eso, cuando un cubano en libertad decide no mirar hacia otro lado, sino seguir denunciando, organizando, incomodando, merece respeto. Nadie lo persigue si calla. Pero no puede vivir tranquilo sabiendo que al otro lado del mar hay hermanos presos, madres desesperadas, niños hambrientos. A pesar de tener su vida hecha, decide que su alma sigue siendo cubana.
Compararlos es una trampa. El preso político y el activista en el exilio no compiten. Se complementan. Son como el que enciende la luz dentro de una casa oscura y el que grita desde afuera para que el mundo mire por la ventana. Uno actúa donde nadie ve. El otro se encarga de que todos lo vean. Si uno falta, el mensaje se apaga. Si el otro no lo amplifica, nadie escucha.
Lo cierto es que Cuba necesita de ambos. Del que resiste en la Habana y del que denuncia en Washington. Del que grita en una celda y del que organiza una protesta frente a una embajada. Ninguno es más que el otro. Los dos son imprescindibles.
Algún día, cuando se escriba la verdadera historia de la libertad de Cuba, habrá que reconocer a quienes se quedaron y a quienes se fueron, pero no huyeron. A quienes no se rindieron ni adentro ni afuera. Porque la libertad no se gana desde un solo frente.
Cuba necesita a los dos. Porque somos un solo pueblo, dentro y fuera de la isla. Somos la misma nación, marcada por el dolor, pero también por la esperanza de la libertad.