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Por Roberto Mesa ()
A mi primo Masacre lo detuvieron en los años ochenta por tenencia ilegal de divisas. En realidad, le ocuparon unos cinco dólares, cantidad suficiente para dar con los huesos en la cárcel. En casa lo vivimos con especial dramatismo, porque Masacre había vivido con nosotros hasta la adolescencia y, más que un primo, era un hermano. Mi madre y mi abuela andaban como locas, y fueron muy angustiosos aquellos días.
Por suerte, Masacre se mantuvo firme en la versión de que un amigo búlgaro lo había ido a visitar y se le habían quedado los dólares. El búlgaro era un socio que le compraba cosas en la diplotienda para el negocio, y afortunadamente se portó bien y corroboró la versión de Masacre.
Así y todo, lo tuvieron un mes sin saber si era de noche o de día, con interrogatorios constantes que incluían la estancia en una estrecha celda, con la mierda hasta las rodillas, donde para dormir tenían que hacer turnos y sostenerse unos a otros.
Recuerdo que mi madre le hizo una promesa a San Lázaro, y a Masacre lo soltaron un día 17, más flaco que un perro vegetariano y calvo para siempre.
A pesar de todo, el primo tuvo suerte y el valor de no chivatear a nadie. Siempre estuvo en la calle y sabía que hablar complicaba las cosas, pero hubo otros que no tuvieron tanta suerte o templanza y fueron a la cárcel por tener dólares.
Unos años después, en medio de la crisis social que generó el llamado Período Especial en tiempo de paz, el Asesino en Jefe despenalizó la tenencia de divisas. Le habían destrozado la vida a mucha gente, pero a los comunistas cubanos eso siempre les ha importado un carajo. Dicho sea de paso, los que cumplían condena por esta causa siguieron en la cárcel.
Monseñor Carlos Manuel de Céspedes solía decir que, paradójicamente, ningún gobierno nos había acercado tanto a los Estados Unidos como el de Fidel Castro. Si el padre Carlos viviera, constataría que su percepción ha tomado una mayor magnitud con el último vodevil parasitario de la tiranía: el creciente cobro en dólares por servicios esenciales a la población.
Después de largos años de parafernalia monetaria, abusos a empresarios extranjeros y a exiliados que mandan dinero a su familia, y ante la improbable posibilidad de colonizar otra metrópoli, han decidido exprimir hasta la extenuación al cubano de a pie, al famélico Liborio que no ha podido abandonar el país y que sobrevive, de alguna manera, en ese inmenso campo de concentración llamado Cuba.
El abuso es ya tan extremo que disuelve cualquier posibilidad de resolver el problema sin violencia. Quienes gobiernan —junto a sus perros y cómplices— merecen lo peor que pueda sucederles. Y cuando eso ocurra, deseo que lo último que vean, al presentarse ante el juicio de Dios —tras el rostro de sus incontables víctimas—, sea la efigie verde de George Washington, sacándoles la lengua desde un billete de un dólar.
Espero que así sea, y que el Señor me dé vida para verlo.