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Por René Fidel González García

Zulmira y el Juez (Capítulo I)

Santiago de Cuba.- La historia de la denuncia que hizo el policía 78864 contra la vieja e intratable Zulmira debió de ser intrascendente. No lo fue.

Desde una estación policial atestada de problemas, policías mal pagados y hombres y mujeres sudados y con miedo, reptó hasta llegar a una sala del Tribunal. Luego, casi con desgano, llegó al pulcro despacho de un juez. Este juez estaba sumergido hasta la mandíbula en las angustias de un catastrófico divorcio.

Ni siquiera pensó en los matices inherentes a la exégesis de la ortopedia política. Cuando argumentó en la sentencia: » Dado que el agua es, por definición, una sustancia inocua. Su mera proyección, salvo que produzca un resultado que pueda ser considerado o tener la calidad de lesión o daño, o impida razonablemente la acción de la autoridad o de sus agentes, no es, ni puede ser considerada, una acción consistente con delito alguno…»

Boleb y Lobeb (Capítulo II)

Aunque habitualmente mezquinos, ninguno de los dos oficiales que ese día llegaron frente a la puerta enrejada de la casa del hombre, nada sabían de ese inexacto argumento judicial. Tampoco podían sospechar que serían ellos los que apretarían el gatillo del inicio de la guerra. No obstante, es posible que en algún lugar de este país estén amontonadas todas las justificaciones que alguna vez fueron contrabandeadas como explicaciones, y viceversa.

Hojeado con desgano el expediente crónico que existía sobre aquel hombre, a Boleb le pareció estar ante un fragmento de la historia clínica general. Era de una raza de hombres y mujeres enfrentados a la imparable marcha de la historia por causa de un inexplicable aburrimiento. «La mayoría de estos tipos son unos comemierdas – comentaría al otro día con desgano a Loleb justo antes de llegar a la casa del hombre – pero éste es, además, cons-ti-tu-cio-na-lis-ta”

Era cierto. Pero ninguna verdad lo es para siempre. La leyenda sobre sus actos lo llamaría luego de otro modo.

El Aguatero (Capítulo III)

Al abrir, el hombre los observó con una expresión indefinida entre el hastío y la bondad. Apenas uno de los agentes empezó a leer la citación que traía. Se disculpó en silencio con un movimiento íntimo y de inexacta familiaridad que hizo con las manos. Entrecerró suavemente la puerta. Así apareció casi enseguida, abrochándose los últimos botones de una camisa de magas largas usada el día anterior.

El agente volvió entonces a empezar a hablar, cuando el hombre repitió el mismo gesto pausado de disculpa.

A partir de ese momento los detalles son confusos. Sin embargo, parece verídico que cuando la puerta se abrió por tercera vez, él estaba resguardado por la reja. Sin hacer advertencia alguna, el hombre lanzó un primer cubo de agua contra los agentes. No paró de hacerlo hasta que, impotentes y entripados, estos se marcharon.

La orden de desconectar los acueductos llegó demasiado tarde. Por el Oriente, días después, con el país deshidratado pero ya lúcido, la gente empezó a lanzar desde los balcones cubos de mierda.

Así fue como empezó la otra guerra. No habría dignidad en ser derrotado en ella.

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