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NO TOMAR POSICIÓN TAMBIÉN ES POSICIONARSE

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Por Siro Cuartel ()

En estos tiempos de trincheras ideológicas, donde se acabaron los matices y todo se reduce a tonos blanco o negro, rojo o azul, comunista o patriota, vale la pena detenernos a pensar en algunas cosas y responderse algunas preguntas.

¿Es posible ejercer el pensamiento crítico sin ser etiquetado? ¿Se puede ayudar sin que te acusen de complicidad? ¿Se puede, en fin, ser coherente en medio del griterío?

La respuesta es sí. Pero no es fácil.

Criticar a un presidente republicano no te hace comunista

Hay quienes creen que criticar al partido republicano es declararse enemigo de la libertad. Como si apuntar los errores de un presidente fuera, automáticamente, ponerse del lado de Marx y de Maduro. Nada más lejos de la realidad. Cuestionar políticas no es traicionar al país; al contrario, es participar en su mejora. La crítica constructiva es motor del cambio. Pensar diferente no es sinónimo de infiltrado, ni de traidor.

Criticar a un presidente demócrata tampoco te hace “antiamericano”.

Del otro lado del espectro, sucede lo mismo. Si cuestionas las decisiones de un presidente demócrata, enseguida te miran como si fueras un cavernícola retrógrado. Como si solo existieran dos opciones: aplaudir todo o querer destruirlo todo. Pero la madurez política empieza por aceptar que ni los tuyos lo hacen siempre bien, ni los otros lo hacen todo mal.

Ayudar a la gente en Cuba no te convierte en comunista

Este punto es especialmente sensible en la comunidad cubanoamericana, donde el trauma histórico es real, y la sospecha, muchas veces, automática. Para muchos, todo gesto de ayuda hacia la isla se percibe como una posible concesión al régimen.

“¡Eso termina en manos del gobierno!”; «eso oxigena a la dictadura»; «lo que haces es poner curitas», se escucha con frecuencia. Y sí, es cierto que hay que tener precaución y sentido común al canalizar la ayuda. Pero esa preocupación, legítima, no puede ser excusa para condenar toda acción humanitaria como si fuera una traición ideológica.

Porque ayudar al cubano de a pie, al niño asmático sin salbutamol, a la anciana sin pastillas para la presión, al enfermo de cáncer sin citostáticos… no es ser comunista. Es ser humano. Es ser, además, coherente con una visión política que no confunde al pueblo con la cúpula del poder.

Y más aún: cuando se ayuda a resolver, de manera independiente y ciudadana, esos problemas que el régimen ha sido incapaz de atender, se está, de hecho, desmontando uno de sus grandes mitos fundacionales: el de la “potencia médica”.

Esa narrativa de que el sistema sanitario cubano es un ejemplo para el mundo se viene abajo cada vez que un cubano en el exterior tiene que mandar paracetamol, una jeringuilla o una sonda.

Además, quien, desde el periodismo o las redes, sociales visibiliza denuncias sobre negligencias médicas, maltratos a pacientes, represión dentro del sector salud o esclavismo en las misiones internacionales, está librando una batalla ideológica clara. Está evidenciando que ese sistema no solo no funciona, sino que abusa, miente y manipula. Y eso no es colaborar con el régimen: es dejarlo en evidencia.

Ayudar no es callar, legitimar y tampoco olvidar

Ayudar puede, incluso, ser una forma más efectiva de resistencia, porque toca a la gente, pone al descubierto la miseria oficial y quita al régimen el único disfraz que todavía intenta ponerse: el de salvador del pueblo. Si la salud pública fuera tan buena, ¿por qué cientos de cubanos dependen de lo que llegue en una maleta enviada desde España con muchísimo sacrificio de unos pocos?

Quien ayuda y denuncia al mismo tiempo, no es ambiguo. Es frontal. Es claro. Y no le debe explicaciones a nadie que solo sabe repetir consignas y acusar desde la comodidad del juicio ajeno.

Se puede combatir la mentira y ayudar al pueblo, al mismo tiempo.

La contradicción es solo aparente. Se puede, perfectamente, dedicar la vida a desmontar la narrativa del régimen cubano mientras se actúa con compasión hacia el cubano de a pie. Lo que no se puede es ignorar el dolor real por miedo a ser malinterpretado. Hay quienes denuncian, escriben, se enfrentan, y al mismo tiempo recogen donaciones, hacen activismo, e intentan marcar la diferencia en la vida de otros. Y hay quienes ni eso hacen.

Combatir la criminalidad no te convierte en chivato

Este es otro punto espinoso. El término “chivato” en la cultura cubana es casi una ofensa genética. Pero informar sobre criminales no es delación política. No es ser soplón. Es responsabilidad cívica. Si alguien está sembrando el terror o pudiera sembrarlo, si algún represor «escapado» del régimen cubano se asienta en la comunidad del exilio, alertar sobre su presencia no es traicionar, es proteger.

La diferencia entre colaborar con un régimen represivo y colaborar con un sistema de justicia democrático es abismal. Pero a veces preferimos vivir con miedo al qué dirán que actuar por el bien común.

La coherencia no grita, pero se mantiene firme

Quizás lo que más hace falta hoy es una nueva ética del diálogo, donde pensar por cuenta propia no sea un delito moral. Donde ayudar no sea mal visto. Ni disentir sea sinónimo de traición. Donde el miedo a ser malinterpretado no nos deje paralizados. Donde tener un amigo como «fulano», no tiene porqué ser visto como incompatible si se es amigo de «fulana».

Ser crítico no es traición. Ayudar no es ser cómplice. Y actuar con coherencia es, a veces, el acto más revolucionario.

Por otro lado, reconozco que en esta vida, no se puede ayudar a todo el mundo. Pero lo que sí se puede —y se debe— es ser coherente con los principios propios, incluso cuando eso implique tomar decisiones incómodas. Como, por ejemplo, dejar de ir a ciertos eventos o espectáculos, no porque se dude del talento, sino porque el silencio o la indiferencia ante el dolor ajeno también comunican. Y muy fuerte.

Los que miran a otro lado

Hay quienes, desde sus posiciones privilegiadas, han decidido mirar hacia otro lado. Gente con influencia, con acceso, con medios. Y sin embargo, cuando se trata de poner aunque sea una curita, una jeringa, un gesto mínimo de apoyo para quienes en Cuba lo han perdido casi todo… nada. Silencio. Inercia. Egoísmo disfrazado de neutralidad.

Entonces, uno decide: yo no financio esa indiferencia. No contribuyo a inflar egos que no han sido capaces de levantar ni una ceja por los suyos. Tampoco voy a pagar una entrada, por buena que sea la función de teatro o un concierto, si sé que detrás hay alguien que ha decidido vivir como si nada pasara más allá de su burbuja.

No soy de los que ejerzo el periodismo y me hago el anticomunista, y después le pagó por dólares a fulanita o fulanito en el Flamingo, y me despetronco bailando con ella.

Y no se trata de exigir heroicidades ni de imponer una única forma de ayudar. Pero al menos un gesto. Un mínimo de humanidad. Algo que indique que hay conciencia, que se reconoce el sufrimiento del otro. Porque cuando ni eso aparece, entonces no hay empatía: hay desdén.

Cada cual tiene el derecho de elegir a quién no apoyar, y eso también es una forma de activismo. Silencioso, tal vez. Pero firme. Porque apoyar no solo es aplaudir: también es financiar. También es hacerle crecer la plataforma a alguien. Y si esa plataforma no sirve ni para decir “oye, esto está mal”, ¿para qué sostenerla?

No todo el mundo tiene que ser activista. Pero si tienes voz, y decides usarla solo para ti, no esperes luego comprensión de quienes sí han optado por la empatía, la denuncia, o la ayuda concreta. Hay momentos en los que no posicionarse es, de hecho, una posición. Y por eso, también, uno tiene derecho a decir: a esto, yo no voy más.

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