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CUBA Y LA TRENZA DE LA EXCLUSIÓN

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Por Yuliet Teresa

La Habana.- Las brechas sociales en Cuba no se distribuyen al azar. Forman una pirámide en la que los cuerpos más vulnerables cargan con el peso de la precariedad y la exclusión: mujeres, infancias, juventudes, personas mayores, jubilados, habitantes de zonas rurales y provincias alejadas de La Habana. Estos sectores no solo son los más afectados por las crisis, sino los sistemáticamente marginados de los procesos de toma de decisiones.

Lo que vivimos no es mera desigualdad. Es exclusión social estructural, entendida como el apartamiento activo de ciertas poblaciones del acceso pleno a los derechos universales. Esta exclusión no surge del vacío: responde a un sistema de dominación múltiple que se entreteje como una trenza de tres hilos fundamentales —el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo— que operan en conjunto y refuerzan la reproducción de jerarquías.

Ningún sistema social actual ha logrado subvertir del todo ese orden. Cuba, pese a su historia de resistencias y apuestas emancipatorios, no ha logrado desarmar esa trenza. De hecho, muchas de las medidas económicas implementadas en los últimos años se distancian del ideal socialista y se aproximan peligrosamente a un modelo de capitalismo de Estado —burdo, desigual, impositivo— que deja a grandes sectores fuera del pacto social.

Basta revisar algunas de estas políticas para comprobarlo: el reordenamiento económico, la dolarización parcial de la economía, la distribución inequitativa de la energía durante la crisis energética, la creciente escasez de alimentos, el deterioro de los servicios públicos. Todo esto, lejos de apuntar a una redistribución solidaria de la riqueza, profundiza las desigualdades.

A esto se suma un manejo oficial de la comunicación que ha sido, en el mejor de los casos, deficiente, y en el peor, cínico. Un discurso plagado de eufemismos, fórmulas vacías y prácticas comunicacionales opacas, que apela más al control que a la empatía. En tiempos donde la transparencia y la honestidad podrían ser herramientas de reconstrucción colectiva, se opta por el panfleto. Mientras tanto, la sabiduría popular —esa que brota en redes, en los barrios, en los coleros, en los apagones— sigue siendo más lúcida y certera que los discursos oficiales.

Una de las señales más alarmantes de esta crisis de representación es el deterioro del pacto social entre el Estado y la ciudadanía. Como bien señalaba una seguidora en redes sociales, ese pacto está roto. Y cuando se rompe el contrato simbólico entre gobernantes y gobernados, lo que se impone no es el caos, sino la exigencia de una nueva legitimidad basada en participación real y en justicia redistributiva. No basta con «escuchar al pueblo»; se necesita ceder poder, abrir canales reales de decisión colectiva, eliminar el sesgo verticalista que convierte al pueblo en audiencia pasiva de decisiones ya tomadas.

Un ejemplo claro de cómo operan las desigualdades de género dentro de esta crisis es lo ocurrido con Etecsa. No es casual que las últimas vocerías institucionales hayan sido asumidas por mujeres. Cuando la crisis es más grave, son las mujeres quienes dan la cara. Esto no es empoderamiento: es una nueva forma de machismo estructural. Son ellas quienes, además de sostener los hogares y las comunidades, terminan también haciéndose cargo de lo organizativo, lo institucional y lo estatal. Esto, que se presenta como inclusión, es en realidad una sobrecarga injusta y simbólicamente perversa.

La Asamblea Nacional del Poder Popular, como órgano de representación popular, tiene la responsabilidad ineludible de actuar, regular, mediar. Su función no puede ser la de aplaudir todas las medidas, sino la de resguardar el pacto con el pueblo, y actuar cuando ese pacto se rompe o se desgasta. Su legitimidad se juega en su capacidad para responder al mandato popular, no en su lealtad a los discursos oficiales.

Frente a este escenario, urge recuperar el civismo. Pero no como un eslogan vacío, sino como ejercicio consciente de soberanía ciudadana. Civismo no es solo comportarse bien: es actuar bien, organizarse, exigir, construir desde abajo. Es convertir el malestar en acción política transformadora. Es reconocer que la justicia social no se pide, se construye. Que el poder popular no se delega, se ejerce.

El momento exige más que esperanza: exige coraje, organización y decisión colectiva. Porque la trenza de la exclusión no se desata sola. Se rompe con acción popular.

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