Por Koldo Errando ()
Madrid.- El 14 de abril de 1912, en medio del Atlántico, la noche era clara y el mar, traicioneramente tranquilo. A bordo del Titanic, dos almas se encontraban sin saber que su historia quedaría atrapada en el hielo del destino.
Richard Norris Williams II tenía 21 años y un sueño: convertirse en campeón de tenis. Viajaba junto a su padre, Charles Williams, tras haber competido en torneos europeos. En el barco, conoció a Sarah Carter, una joven británica de 24 años que viajaba con su madre y su hermano menor. En las tardes frías, se les veía paseando por la cubierta de segunda clase, compartiendo historias y riendo como si el océano les perteneciera.
Richard hablaba de sus aspiraciones en el tenis; Sarah le prometió que algún día estaría entre el público, aplaudiendo su triunfo. Y en ese instante, bajo las estrellas, parecía que tenían todo el tiempo del mundo.
Pero el destino tenía otros planes.
Esa noche, después de una cena juntos, un golpe sordo sacudió el barco. Al chocar contra un iceberg, el Titanic, el insumergible gigante, comenzó a rendirse ante el mar. El caos se apoderó de los pasillos, las cubiertas y los corazones.
Sarah y su familia fueron empujados hacia los botes salvavidas. Richard, en cambio, corrió en busca de su padre. El tiempo se agotaba. El agua helada trepaba por los pasillos, mientras la música aún sonaba en la cubierta.
En un último intercambio de miradas entre la multitud desesperada, Richard vio a Sarah subir a un bote. Ella le gritó algo, pero el rugido del océano y los gritos de cientos de almas ahogaron sus palabras. Fue la última vez que se vieron en el Titanic.
Richard y su padre permanecieron a bordo hasta el último instante. Cuando el barco comenzó a partirse en dos, Richard saltó al agua gélida y nadó hasta un bote salvavidas. Su padre no tuvo la misma suerte.
Días después, en Nueva York, los sobrevivientes del Titanic descendieron del Carpathia, el barco que los rescató. Richard y Sarah se reencontraron, aunque ya no eran los mismos. Algo en ellos se había roto en aquella noche de tragedia.
Él le entregó una carta que escribió en el Carpathia, expresando su amor y su esperanza de volver a verla. Pero Sarah nunca respondió.
Algunos dicen que la carta se perdió. Otros creen que el dolor fue demasiado grande para ser compartido.
Sarah se mudó a Canadá y nunca volvió a hablar del Titanic. Richard siguió adelante y cumplió su sueño: se convirtió en campeón de tenis, ganando los torneos de Wimbledon y el US Open. Pero nunca olvidó a Sarah.
En algún rincón del mundo, aquella carta desaparecida sigue siendo un testigo silencioso de un amor que el océano congeló para siempre.