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GUANTÁNAMO, ENTRE HISTORIAS Y JUSTIFICACIONES

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Por Yoandy Videaux ()

La Habana.- «Nadie tiene la culpa de lo que pasó aquí», le dijo el presidente de Cuba a una mujer que, desesperada, clamaba por agua para unos familiares «que tengo enfermos, tirados en una cama», al tiempo que le insistía en que «necesito agua. Hace mucho que no toman agua», y el mandatario casi no la deja hablar, en busca de una justificación, porque sabe que alguien los está grabando, y los vídeos luego se filtran.

Otro hombre, en un vídeo menos entendible, le dice que los evacuaron a una escuela especial y que él, uno de los evacuados, tubo que sacar de aquel sitio a 29 niños que dejaron a su suerte y que ya tenían hipotermia. Igual, lo intenta justificar el impuesto jefe de Estado, un tipo que va a un ritmo muy diferente al que reclaman las horas que se viven en Guantánamo.

Un poeta, tal vez uno que pinta elefantes, deja un relato desgarrador. No sabe de los que están del otro lado del río, del otro lado del miedo, donde quedó su familia. No tiene noticias y ayuda mientras se abraza a la esperanza, a esa esperanza que se desvanece con el paso de las horas, y crece la incertidumbre.

Un estudiante que estaba en la capital de la provincia y que no pudo regresar, lamenta no haberse ido corriendo la noche anterior. «Yo los hubiera sacado, aunque fuera al hombro, pero ahora no sé de ellos. Y ellos eran mi vida, o son mi vida, porque espero que se hayan ido a las lomas y estén allí, recostados a un tronco de mango, cansados, hambrientos, pero vivos», me dice.

Una mujer graba a Manuel Marrero de perfil y uno de los escoltas le dice que no, le arrebata el teléfono, borra el vídeo y luego se lo devuelve. «No se pueden hacer vídeos», le dijo con prepotencia, la misma prepotencia que da vivir por encima de la ley, sin respetar las libertades individuales, sin preocuparse por el hambre de los demás.

Allí, entre aquellos visitantes de barrigas enormes, de rostros sonrosados, hay gente famélica, personas que no saben lo que es comerse un chuletón desde tiempos inmemoriales, abuelos que disfrutan un huevo hervido en una tarde de sábado como si hubiera sido el asado del 31 de diciembre de cuando eran jóvenes. Hay mucha gente sin medicinas, ahora sin ropa, sin muebles, sin casa, y el presidente y su primer ministro llegaron para justificar.

Guantánamo siempre estuvo abandonada. Es lo malo de estar en los extremos, como Pinar del Río, me dijo casi como un susurro una jovencita que lleva puesto un pullover del Che Guevara y que debe ser una de las dirigentes. Me lo dijo sin saber quién soy, solo porque me vio escribiendo unas cosas en un teléfono. Le di un caramelo, y me lo rechazó: «tengo sed», me dijo. Y abrí la mochila y saqué el último pomito de agua. Me empiné un sorbo y se lo di. Tomó uno, dos, tres sorbos y me lo devolvió. Lo rechacé y me abrazó.

Le pregunté si habían movilizado soldados y equipos de las Fuerzas Armadas y me dijo que no, que estaba activado el consejo de defensa municipal, pero que todo era una «paripé» para quedar bien, porque no había ni gasolina, y me recalcó «que yo sé bien de todo eso que te cuento». Es fácil darse cuenta de que por todo aquello no hubo nunca una BRDM ni una BTR ni un BMP. Es posible que ya no existan, o que ya no arranquen, como no arrancaban hace 10 años cuando hice el servicio militar.

«Acá casi no había combustible. A los que mandan en la provincia y en el país, no le interesamos los guantanameros. Solo vienen a hacer campañas a estos pueblos de campo cuando necesitan policías. Ya todo esto me da asco», me dijo, mientras miraba a un lado y a otro, por temor a que alguien que la conociera la estuviera escuchando.

Luego se negó a darme una cifra aproximada de desaparecidos. «No sé quién eres ni para quién trabajas y no tengo ideas de lo que puedas hacer con esa información», me dijo y como vio que no le insistí más, se relajó y me dijo que «son muchos. Muchos más de los que tú y yo podemos imaginar».

Díaz-Canel y Marrero llegan a Guantánamo sin entrar a la zona más afectada por el huracán Oscar«Tal vez puedan ser unas 100 personas», me comentó, mientras me agarraba el brazo a la altura del codo y se pegaba a mí. «Pueden ser 100, pero también 200, 0 50, nadie sabe. Hay lugares a los que no se ha podido llegar, y lo de los helicópteros es ahora, porque están estos acá», insistió mientras me hacía un gesto con la mano como diciendo que se refería a los de las barrigas abultadas, por el mandatario y el primer ministro.

Luego me senté en un muro a intentar quitarle un poco de barro a los tenis por el riesgo a que se me rompieran y me quede descalzo allí. Un policía lleno de fango hasta la gorra me pide los documentos y le digo que no tengo, que se me perdieron, pero intuye en que no soy del lugar y me dice que tengo que irme. Lo hace en mala forma y me río en su cara. También me agarra del brazo, aunque no con la complicidad de la chica que llevaba el pullover del Che Guevara y cuyo nombre nunca pregunté. Tal vez mejor así… por ella.

El agente insiste en llevarme del brazo, pero le retiro la mano hasta dos veces, en buena forma. A la tercera lo hago con un movimiento brusco, y se pone en guardia, como si lo fuera a atacar. Al final se queda detrás y cuando llego a un promontorio, donde hay un viejo ZIL parqueado, le grita a uno de los ocupantes: «saquen a este primero. Solo vino a joder».

En el camión escribí estás líneas, mientras volvía a ver los vídeos del hombre que le recuerda a Díaz-Canel que lo dejaron abandonado con los niños de la escuela especial, y luego escuchaba a la mujer reclamando agua y algo de comida para sus enfermos. Y pensaba en lo poco que le importa a este gobierno su gente, porque hasta fueron capaces de rechazar ayuda de Estados Unidos.
No es que Guantánamo no le importe a nadie, como me dijo la chica. Es que el país ha comenzado a morir y lo está haciendo por el extremo oriente, por aquellos lugares donde los primeros pobladores de la isla se rebelaron antes que nadie. ¡Qué lástima!

 

 

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