Por Héctor Miranda ()
Moscú.- El viejo Lengue siempre hablaba de antes, un tiempo imposible de calcular desde el día en que nació, en enero de 1906, hasta un después que tampoco me atrevo a delimitar. Decía «antes» y contaba alguna historia o intentaba dejar una lección. Recuerdo que siempre decía que «antes, en la Navidad, iba a las tiendas y compraba de todo lo que hubiera: higos, pasas, dátiles, turrones españoles, almendras, el mejor aceite de oliva, dulces exóticos, de peras, melocotones, manzanas, quesos, chorizos españoles, jamones…».
Y era pobre el viejo Lengue. Su familia no tenía tierras. Vivían en unas parcelas arrendadas en las que era obligado sembrar caña, porque al dueño se le pagaba con caña, para que la vendiera al ingenio y produjera azúcar. Mientras mejor estuvieran los cañaverales, y más rindieran, más espacio tendrían para los frutos menores, u otros cultivos. En tiempo de zafra, el viejo Lengue se iba a las costas de Sagua y pasaba por allá hasta cuatro meses tirando caña en carretas con bueyes.
Despertaba temprano, a la una de la madrugada, enyugaba sus bueyes y a trabajar. La caña se cargaba a mano. Los macheteros, gente de todos lados, hasta llegados desde La Habana, le alcanzaban los mazos y él los colocaba sobre los estrobos en la cama de la vieja carreta, que por entonces tenía ruedas de madera. Era dura la vida antes, pero en su casa no faltaba la comida, el cerdo para matar en Navidad, cuando no hubiera manteca o carne, o cuando alguien cumpliera años.
Como el viejo Lengue, que era mi abuelo y mi primera alma gemela, vivían muchas personas. Algunos con un poco más de suerte, porque sus tierras eran mejores y podían sembrar más, o tener más ganado, y otros con menos, y esos tenían que hacer de peones, trabajando en las fincas de otro, por salarios que apenas daban para sobrevivir. Pero en aquellos lugares nadie se moría de hambre. Digamos que Palmarejo era un buen sitio para vivir, con tierras buenas en algún lugar, y malas y llenas de cascajo en otras.
En la finca del viejo Lengue sembraban ajo, cebolla, los mejores frijoles de todo aquello, porque una parte de la caballería de tierra que tenían era negra y los frijoles que se daban allí se ablandaban siempre, y también maíz, maní, boniato, yuca… No había marabú antes. Y después, muchos años después, tampoco había tanto. Y todo estaba lleno de casas de familia, a veces pequeños bohíos, rodeados de plantaciones. Unos eran lindos y los pintaban cada año y podían verse desde lejos, con niños jugando en los patios, y otros más tristes, medio ocultos entre cercas de piña, escandón o galán.
Los campesinos de antes se ayudaban unos a otros. Intercambiaban los frutos de las cosechas. El que cosechaba muchos frijoles, cambiaba una parte por arroz. El que siempre tenía yuca, intercambiaba por naranjas. Si hacías una buena cosecha de ajos, tal vez necesitabas cebolla. Y si no, a la bodega. Las bodegas tenían de todo, lo que quisieras, todo el año.
También eran dueños de su ganado y podían sacrificar una res cuando se le antojara. Los campesinos no mataban las vacas, porque esas eran para producir leche o criar terneros. Los condenados a morir eran los machos, porque las hembras se dejaban para sustituir a las vacas viejas. Y no todos tenían toros, el toro padre también se lo prestaban. Incluso, todos los días pasaba alguien vendiendo pescado fresco, y el viejo Lengue recordaba que le decía: «Si me lo limpias, te lo compro», y aquel hombre bajaba del caballo y en cinco minutos limpiaba las cojinúas, las cuberas o los pargos que traía y luego seguía su camino con las alforjas de su montura chorreando agua helada.
¿Era una panacea la vida en Palmarejo antes? No. No era una vida idílica, porque, por ejemplo, no había electricidad, era necesario caminar tres o cuatro kilómetros para encontrar un médico, había parásitos, porque todavía quedaban pisos de tierra, techos de guano, paredes de tabla de palma, incluso algunos tenían que buscar el agua desde lejos, en pipas tiradas por bueyes, pero la vida era tranquila. La gente sabía que de hambre no iba a morir, que con trabajo podía mantener a su familia, criar a sus hijos y cuidar de sus viejos.
Muchos años después de aquel antes que recordaba el viejo Lengue, Palmarejo se enfermó. Los campesinos comenzaron a irse. La fiebre del pueblo, cual si fuera ciudad, los agarró a todos. Unos se fueron a La Habana tras algún hijo, otros a Santa Clara, o a Sagua, y Quemado. Y algunos al cementerio. Los más viejitos murieron enseguida, porque aquel cambio brusco no lo pudieron soportar. El viejo Lengue aguantó allí hasta su muerte. Siguió despertando temprano cada día, caminando por las orillas de los sembrados del hijo, arrancando alguna hierba mala de algún surco de yuca o frijoles, y luego volvía a la casa a escuchar radio, almorzar, dormir una siesta y luego se iba al pueblo a buscar lo poco que ya había en las bodegas.
Ya no había queso, ni dátiles, ni almendras, ni muchos menos turrones o chorizos españoles. Ya no podías comprar lo que querías, sino lo que te tocaba por una cuartilla de racionamiento en la que limitaban lo que tenías derecho a comer, en un afán desmedido por emparejarlos a todos.
El día que murió, en todas aquellas tierras donde antes vivían cientos de campesinos, solo quedaban cuatro o cinco. Desde su casa, ya no se veían la escuela de Palmarejo, porque ya no existía y porque el marabú se había adueñado de todo, Los riscos de Loma Bonita, donde antes, con unos prismáticos, se veían pastar miles de cabeza de ganado, dejaron de verse, desapareció el centenario ferrocarril, las plantaciones de caña se murieron y hasta el pequeño río que nacía al este de su casa, cambió su curso, agobiado por la maleza, porque ya nadie se ocupaba de limpiar sus riberas para que el agua corriera con tranquilidad.
Con el viejo Lengue murió un antes en mi familia. Todas las familias de los que un día vivimos allí tuvieron su antes, unos mejores que otros, y siempre con la esperanza de que el futuro fuera mejor. Hoy, Palmarejo no tiene futuro, y cuando digo Palmarejo me refiero a miles de lugares mordidos por la desidia y el abandono, mientras se produce una nueva estampida, y unos se van a donde quiera, y los otros o mueren o los mata la tristeza.