Berlín.- En esta ciudad maravillosa, donde casi nadie le presta atención a la apariencia de los demás y menos aún en verano, hay pocas cosas que puedan asombrarme.
El viernes pasado hubo mucho calor. Nada de temperaturas récord, pero los 33 grados se sintieron muy incómodos, entre otras cosas porque la semana entera fue así y no refrescó en las noches tampoco.
Tarde, después de pasar un día muy placentero con mi familia, viajaba de regreso a mi casa con el U-Bahn (metro), y al subir a mi vagón, bastante lleno por cierto, noto que todo el mundo miraba a una mujer joven. Dos estaciones después descendieron varias personas y comprendí por qué ella acaparaba la atención de todos: viajaba casi desnuda.
Es rubia y calzaba unas botas negras que no logro comprender cómo pudo soportarlas con el calor asfixiante que había. Tenía puestas unas medias negras muy finas que le llegaban a la mitad de los muslos y un traje como el que usan las gimnastas, negro y totalmente transparente. No usaba ropa interior. Sin embargo, lucía de cierta forma elegante. No se parecía a como visten algunas de las chicas trabajadoras sexuales ni a la fauna de turistas que asiste a ciertos clubes nocturnos de la ciudad.
Y como ya estoy viendo las risas maliciosas de ustedes y su pensamiento de «oye, pero te fijaste bien», no lo voy a negar, era imposible no observarla. Me llamó la atención que a pesar de que todos los pasajeros la miraban, ella viajaba muy tranquila, hablando por teléfono en voz baja y aparentemente sin enterarse del impacto que causaba en los demás. Totalmente cool, en lo suyo, sin mirar a nadie. Como si estuviera sola en el tren, en la ciudad y en el mundo.
Después de unos segundos me dediqué a mirar atentamente al resto de mis compañeros de viaje. Y ahí sí había pa comer y pa llevar.
Por lo menos dos hombres que estaban acompañados por sus respectivas parejas mujeres, miraban demostrativamente al piso, evidentemente para no buscarse problemas con sus amorcitos. En un momento pensé que les iba a dar tremendo dolor en el cuello.
Había también una señora más o menos de mi edad o mayor, muy seria, se leían en su rostro el disgusto y el reproche. Se sentía muy incómoda, sudaba a mares y yo pensé que en cualquier momento iba a regañar a la viajera semidesnuda. La miraba fijamente y apretaba los labios en un evidente esfuerzo por contenerse. La boca se convirtió en una raya y las cejas ya no eran dos sino una sola.
Un poco más alejados de mí, viajaban dos chicos muy jóvenes que seguramente no llegaban a los veinte años y de quiénes también pensé que iban a agarrar tortícolis, pero exactamente por el motivo contrario que los dos casados. Tanto se esforzaban en no perderse un ángulo de su diosa. La miraban con adoración, sin lujuria, deslumbrados como ante una obra de arte.
Para completar viajaban un grupo de muchachas que miraban a la encueruza y cuchicheaban entre ellas. Se les notaba a la legua la envidia en su estado más puro.
No sé por qué, pero pienso que todas estas personas se desnudaron más que ella.
El centro de todas las miradas se puso en pie y bajó un par de estaciones antes que yo, sin dedicarnos una sola a los simples mortales compañeros de su trayecto, hombres, fiñes, mujeres y diversos, que al fin respiramos.
Pd: siento decepcionarlos, pero ni se me ocurrió hacer una foto. Esta es de uno de mis lugares favoritos del barrio en que vivo. Ahí coexisten en total armonía, los tomates y las flores.
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