
VENEZUELA: PODER VS BASES
Por Alina Bárbara López Hernández (CubaXCuba)
Matanzas.- Aunque la atención internacional se enfoca sobre todo en las denuncias de fraude gubernamental en Venezuela, hay otra cuestión que me interesa mucho resaltar.
Los ciclos históricos son implacables, ningún gobierno mantiene eternamente el apoyo popular si no se lo gana. Y cuando lo pierde, no podrá esconderlo por mucho que se justifique. Gobernar no es un cheque en blanco, aunque algunos gobernantes así lo crean.
“¿Puede mantenerse contra el pueblo el poder que se recibe de él?”, se preguntaba José Martí. Ese es un dilema de larga duración que ahora se dirime en Venezuela, a la vista de todos, en esta época de inmediatez informativa.
El 30 de julio del 2000, veinticuatro años atrás, Hugo Chávez arrasó en las elecciones presidenciales y legislativas. El resultado fue que conquistó 99 de los 165 escaños de la Asamblea Nacional y 14 de los 23 gobiernos estatales.
Recordemos que Chávez había asumido la presidencia por vez primera en 1999, pero su programa de transformaciones estaba siendo frenado en el Congreso, por lo cual decidió arriesgarse y convocar de nuevo a elecciones con el fin de recibir el aval popular para su programa de cambios. La gente confió y el resultado le permitió gobernar con mayoría.
Casi un cuarto de siglo después, también otro 30 de julio, hemos visto cómo eran derribadas las estatuas de Chávez y las vallas con la imagen de Nicolás Maduro, el sucesor designado por Chávez cuando el cáncer lo venció.
¿Qué ha pasado en los años transcurridos entre 2000 y 2024? ¿Por qué hemos visto bajar de los cerros de Caracas, y de otros barrios similares en diferentes estados de Venezuela, a gente de las clases populares, a personas humildes que fueron chavistas, posiblemente a muchas de las que impidieron el golpe de estado del 11 de abril de 2002 cuando salieron a defender a su presidente?
En estos tiempos no existen muchos representantes de las antiguas clases altas y medias en Venezuela, esos han emigrado en la imparable ola que ya contabiliza ocho millones. Las personas que han hecho ahora campaña por el cambio son, en gran parte, de las clases populares. Son ellas las que custodiaron centros de votación, denunciaron irregularidades y salieron a protestar cuando el CNE declaró vencedor a Maduro.
Al observar los videos que circulan, presto atención a cosas que no son simples detalles: ¿cómo visten esas personas, cómo se expresan, en qué se mueven? No, esto no ofrece la imagen arquetípica de un conflicto entre un «gobierno de izquierda» favorable a las «clases humildes» y una oposición «burguesa y fascista», como lo ha presentado el gobierno de Maduro.
Un movimiento cívico, a diferencia de un partido, no tiene que tener una ideología definida para articularse en pro de objetivos comunes. Y el objetivo que ha nucleado a tan diversas posiciones es el de cambiar al gobierno. La plataforma unitaria no está integrada solo por la oposición tradicional, sino que incluye sectores muy diversos. Ello se constata con las detenciones hechas por el gobierno de Maduro a dirigentes sociales y gremiales, no solo a dirigentes de partidos políticos. Es más que claro que existe una disidencia dentro del propio chavismo, que muestra una disgregación como movimiento, pues era un movimiento social más que un partido político.
Las tensiones actuales en Venezuela no se presentan como fue en los inicios del proceso, cual un conflicto entre perspectivas ideológicas: capitalismo vs socialismo del siglo XXI. En estos momentos se manifiestan como una puja entre la voluntad popular y un poder impermeable a ella. Un poder que en este cuarto de siglo ha gestado a una clase política unida al gobierno por lazos clientelares y vinculada sobre todo con el petróleo y la minería de oro, que son los principales sectores de una economía que restringió notablemente su diversidad en estos años.
Dicha clase está conformada por militares, ministros, altos funcionarios públicos, “hijos de papá”, y empresarios cercanos al gobierno, que han devenido la denominada “boliburguesía”, enriquecida a costa de la llamada Revolución Bolivariana y sus programas.
Como bien explica el economista Mauricio de Miranda, en Venezuela existe una economía corporativa dirigida por el Estado donde «se mantiene un sector privado al servicio de los objetivos de quienes controlan el Estado y un movimiento obrero sometido a ese mismo Estado autoritario».
El enorme descontento no se debe únicamente a la falta de libertades, la inseguridad y la escasez de productos básicos; sino también a la enorme corrupción gubernamental que, lejos de resolverse, se ha acentuado a lo largo de los años. Al iniciar su gobierno, Nicolás Maduro creó el Cuerpo de Inspectores de la Presidencia, frente al cual nombró a su hijo de 23 años en un acto de evidente nepotismo.
Como bien se afirma: «una sociedad que va en la dirección equivocada tiene que tener el poder de cambiar de dirección”. Y para eso se requiere el ejercicio de derechos políticos y electorales. Defender tales derechos es el quid de lo que está pasando en Venezuela. Si lo sabremos los habitantes de esta Isla, donde un poder nos ha llevado en dirección equivocada sin que podamos evitarlo.
Allí todavía existe la posibilidad de ir a elecciones, y la han aprovechado estratégicamente. No se trata de María Corina Machado (a pesar de su indudable liderazgo y valentía), no se trata de la filósofa Corina Yoris o el diplomático Edmundo González. Lo importante para el electorado venezolano no parece ser tanto por quiénes votar sino contra quién votar. Y eso es algo sintomático.