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AQUEL VELOCÍPEDO ROJO

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Por Esteban Fernández Roig
Miami.- Aprendí a salirme del corral, con dificultad me pasé muchos días gateando sin que nadie me viera, de pronto me levanté y di mis primeros pasos…
Estuve más de un año (quizás dos) caminando y dando tumbos por toda la casa de Pinillos 463. De pronto, comencé a correr, a retozar, a tumbar búcaros, a echarle la culpa a mi hermanito Carlos Enrique de todo destrozo.
Un hombre -con un tabaco Pita en la boca – en lugar de regañarme lanzaba carcajadas y alardeaba: “Ana María, mira lo que está haciendo mi hijo, chica, abre la puerta, ya Esteban de Jesús es un hombrecito, permite que salga al portal, déjalo que ¡descubra el mundo!”
Se me abría levemente el horizonte. Intenté salir al portal, pero el cielo estaba gris, encapotado, truenos y relámpagos, llovía a cántaros.
Al otro día no quería salir, estaba asustado, pero “Esteban” me dijo: “Sale, Estebita, hoy hace un día precioso, mira, quiero que veas un arcoíris”…
Y añadió: “Cuando salgas al portal tendrás una gran sorpresa. ¡Y… ahí estaba esperándome un velocípedo rojo!
Me sentí el ser más feliz del mundo, no necesitaba más nada, lo tenía todo: Una madre amorosa, un padre bueno, unos amiguitos incansables, un triciclo colorado, un hermano menor muy noble, y un portal limpio con extremada pulcritud -hasta con creolina y luz brillante-.
Años estuve encaramado en el triciclo dando vueltas en aquel portal hasta que llegó el día glorioso en que recibí mi bicicleta Niágara y me aventuré a recorrer a Güines y sus alrededores.

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