Por Esteban Fernández Roig Jr.
Miami.- Donde yo nací y me crié, un hombre se encontraba con una conocida en la calle y al entablar una conversación con ella se quitaba el sombrero o la gorra.
Y dicho sea de paso: Las gorras y sombreros tampoco se usaban cuando estábamos bajo techo.
Usted estaba sentado y se acercaba un amigo, y había que levantarse para estrechar su mano.
Yo he visto hasta a inválidos en sillas de ruedas tratando de levantarse al escuchar nuestro himno nacional.
Llevábamos un peso en la cartera sin gastarlo. Era solamente para el improvisto de tener que pagarle la entrada al cine, el pasaje de la guagua y hasta para brindarle una Coca Cola a una amiga.
Jamás una dama pagaba por una cena en un restaurante. Y en el exilio, mi hermano Hugo J. Byrne me enseñó que no debía comenzar a comer hasta que la última mujer en la mesa se llevara el tenedor a la boca.
Parábamos en seco a todo atrevido que lanzara una mala palabra o un chiste de mal gusto delante de nuestras madres, esposas, novias, hermanas, hijas, amigas y hasta conocidas.
En todo momento, en todo lugar, cederle el asiento a una dama, y abrirles las puertas.
Disfrutábamos en las escuelas de clases de MORAL Y CÍVICA.
Siempre llevábamos un pañuelo limpio y hasta con dos góticas de “Guerlain” para brindárselo a una dama en determinados momentos.
Los viejos eran considerados “venerables ancianos”, la admiración y los halagos a una mujer tenían que ser expresados con mesura y respeto.
Había que “pedir la mano” a los padres de la muchacha antes de iniciar un noviazgo.
Pedir todo por favor, dar las gracias, tratar de usted, de “señor, señora, o señorita”, dar “los buenos días, buenas tardes y buenas noches”.
Prácticamente desde la cuna nos enseñaban a ser caballeros.
Hasta que llegó un desfachatado, cochino, asqueroso, bola de churre, a implantar la chusmería, las malas palabras, las groserías y la sumisión a su estrafalaria figura.
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