Por Jorge Sotero
La Habana.- Miguel Díaz Canel necesita de Raúl Castro, pero al mismo tiempo lo aborrece. Unas veces quiere que termine de morirse, y otras que dure 97 años. En ocasiones no quiere verlo ni en pintura, y en otras lo llama varias veces al día. Con el sobreviviente de los Castro hay que andar de puntillas y el actual presidente lo sabe. Tiene tanto poder que de un puntapié lo puede cambiar todo y el impuesto mandatario, pese a su rango actual, puede convertirse en un olvidado más en cuestión de días.
En conversaciones con su círculo más estrecho y a manera de susurro, Díaz Canel ha dejado entrever que está asqueado de la presencia de Castro sobrevolando por encima suyo en cada momento. Esa sempiterna supervisión, la extraña adoración que sienten todos los que lo rodean, incluso sus guardaespaldas, por el otrora jefe de Estado, termina por incomodarlo, porque le da la impresión de que él no hace nada bueno, y luego carga con las culpas de lo malo.
Díaz Canel tuvo que asimilar a Manuel Marrero como primer ministro. No era su elección, no le tenía confianza, incluso en sus planes estaba quitarlo como titular de Turismo, pero una sugerencia del ya fallecido Luis Alberto Rodríguez López Callejas, exyerno y mano derecha lo obligó a cambiar de opinión. Entonces no solo tuvo que comerse al obeso Marrero, sino ponerle buena cara todo el tiempo y ofrecerle la condición de premier ad eternum, aunque tuviera todos los motivos posibles para quitarlo y buscar otro.
Tampoco es santo de su devoción Bruno Rodríguez Parrilla. Ese puesto lo tenía Canel para Rogelio Polanco Fuentes, otrora embajador en Venezuela y exdirector de Juventud Rebelde, a quien conoce de sus tiempos de dirigente juvenil, y que no tuvo más remedio que poner al frente del Departamento Ideológico.
Por otra parte, al Hombre de la Limonada le incómoda hacer cada día un resumen de su trabajo y mandarlo a Castro, adjunto al plan de la próxima jornada. Y lo ponen mal, sobre todo, esas llamadas fuera de tiempo que le hace el que ahora funge como líder histórico para advertirle sobre esto o lo otro.
Castro lo llama en cualquier momento, incluso en esos momentos que Canel considera sagrados, porque está en familia. Y muchas veces se da cuenta que el anciano del otro lado tiene la voz tropelosa, la lengua enredada, como si estuviera dándose sus habituales tragos de cada día.
En esos momentos no tiene otras opciones que mirar al cielo o al techo y responder todo lo que le pregunte su tutor, incluso hacerlo con amabilidad, porque se puede molestar, y él sabe que Raúl Castro, a pesar de los 92 años, no tiene temblores en las manos.
Sin embargo, a pesar su rechazo interno, que no visual, al menor de los hermanos Castro, Díaz Canel lo necesita, y lo sabe. Si unas veces quisiera quedarse solo al frente de Cuba, sin ataduras para hacer lo que se le antoje, permitir ciertas cosas y buscar una apertura, en otras cree que es bueno tener al anciano casi senil cerca, porque está seguro de que es la garantía de tranquilidad en las Fuerzas Armadas, una institución a la cual Díaz Canel le tiene un temor inmenso.
Por otra parte, con Castro vivo tiene claro que no puede esperar puñaladas traperas de Ramiro Valdés, cuyo único objetivo en este momento de su vida es llegar a presidente para dejar su nombre en la historia de Cuba. Y con Raúl vivo, el segundo del Che Guevara ni lo intentará, pero si este muere, al otro día irá a por Díaz Canel, o al menos esto se cree el actual presidente.
En una conversación reciente con su equipo de prensa y con la sola presencia de un escolta, su hijastro, Díaz Canel dijo que su puesto era el más ingrato del mundo. Y pidió, por favor, que olvidaran estas palabras. Habló unos minutos sobre otras cosas, y luego volvió a lo mismo, y dijo que “resulta difícil a veces hacer cosas de las cuales no estás ciento por ciento convencido, solo por intentar agradar a otros con la cabeza demasiado dura”.
Los presentes no entendieron bien el mensaje, al menos no todos. Pero, para uno de ellos está claro de que se trata de la relación con Rusia, de algo en lo cual Canel no está muy convencido, Raúl Castro se dio cuenta, y por eso mandó a Marrero a su gira de medio mes al país euroasiático, donde lo recibieron grandes empresarios y las principales figuras del gobierno, entre ellas el presidente Vladimir Putin.
Díaz Canel, incluso, ha pensado en más de una ocasión en renunciar. Su suegro, el otrora coronel padre de Liz Cuesta, en una de esas orgías etílicas habituales en él, lo deja entrever siempre. Y cuando el río suena es porque algo trae. Incluso, uno de los guardaespaldas del actual mandatario lo tiene claro, y lo ha comentado en su casa. “El hombre -dice- no ha dicho basta, porque si lo hace se tendrá que ir a vivir a una comunidad militar”.
En fin, Díaz Canel se despierta todos los días deseándole mucha salud a su protector, pero cuando termina el día siente inmensos deseos de que termine de colgar los guantes de una vez, de que al fin el clan Castro termine de pasar a la historia, aunque él sabe que los hijos, los nietos y los sobrinos buscarán a toda costa no perder todo ese poder y las comodidades que les garantizaba el ahora mandatario en la sombra.