La Habana.- Fue hace solo unos minutos, pero ocurre cada día, en cualquier ciudad o lugar remoto de Cuba.

Una mujer de unos 35 años llegó a la cafetería de un vecino, acompañada de dos niños pequeños, ambos menores de 10 años.

Vestidos los tres con descuido, las ropas y los zapatos viejos, raídos, llevando ella una blusa tapizada de manchas, que dejaba ver su piel tempranamente marchita, agotada.

En la mirada de los tres podía leerse el hambre, la desesperanza, el dolor, el desasosiego.

-¿Cuántas pizzas le pongo? ¿Tres?, preguntó la joven detrás del mostrador.

-No, una sola, no tengo para más, es para que ellos coman algo, dijo la mujer.

Esa iba a ser la única comida de esos tres seres desvalidos en casi 48 horas.

Luego me contó que había conseguido los 150 pesos gracias a la caridad de un transeúnte ocasional.

Cuba, nuestra gente, está sufriendo hambruna, martirio, un castigo inmerecido que viene no de una mano divina, sino de asesinos, de individuos cuya vileza no les permite gobernar, sino que los impulsa a matar.

Antes de ocultarnos en nuestro egoísmo, en la apatía hacia la tragedia que viven millones de seres humanos en este país; antes de ampararnos en un bienestar pasajero que alcancemos y pensar en dar la espalda al hambre y a la miseria extrema que sufre nuestra gente, debemos preguntarnos, primero, en qué personas nos convertimos al obrar así, y luego, debemos reflexionar sobre la obligación que cada uno de nosotros tiene, como cubanos y como personas de bien, de combatir por los medios a nuestro alcance a un régimen criminal que nos está matando como pueblo, como nación; preguntémonos si es digno obedecer a delincuentes que se amparan en el Poder que les da la ley que ellos mismos han impuesto, pero que no les legítima ni los hace honrados.

Y frente a las injusticias que atenazan a un pueblo que está al borde de perecer, todas las formas de rebeldía son lícitas.