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LOS OLORES DEL ABUELO LENGUE

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Tomado del Facebook de Héctor Miranda
Moscú.- El viejo Lengue olía al viejo Lengue. Era una mezcla de olores de hombre de campo, medio anciano, con un aroma característico. Con ese olor sueño aún, porque mi abuelo era mi alma gemela, y fue el primero de mis maestros.
No me enseñó ni una letra, porque no sabía escribir, pero cuando fui a la escuela ya podía contar hasta el infinito, sumar, restar, si quería, y me sabía el reloj, a la antigua. El reloj, cuando eran las tres menos cuartos, las once y media y esas cosas. Y eso me lo enseñó él.
Era el padre de mi papá y del tío Ibrahin. Y se sabía miles de cuentos, historias de campo, travesuras que hizo alguna vez y otras que, al mejor estilo Mark Twain, debieron formar parte de las andanzas de otro y él, al final, las contaba en primera persona.
Era un hombre tranquilo. Un tipo de paz, muy diferente a mi abuela, que era un rollo de alambres y que “no había quien le encontrara el lado de montar”, como él decía, en una abierta referencia a los caballos de mal genio, esos que no sabes si montarlos por la derecha o por la izquierda.
Mi abuelo tenía un caminar característico: juntaba las manos en la espalda y andaba así kilómetros. Era alto, flaco, sin una gota de grasa de más en su cuerpo. Tenía el gen tipo de los Miranda, que no engordaban una libra por más que comieran, aunque tampoco él comía mucho. Y su pelo fue negro, casi sin canas, hasta sus últimos días.
Cuando era niño, uno de esos niños de escuela que tienen mocos los 365 días del año, mi abuelo me los limpiaba con su camisa, con la parte de abajo, al lado de los botones. Aquello le parecía horrible a todos, pero a mi me gustaba que fuera así. Mi abuelo no tenía asco de mis mocos, y esa era una bestial prueba de amor, al menos para el niño que yo era.
En temporada de mangos, los mejores de la comarca me los traía de la finca de Juan Gálvez. Unas mangas blancas espectaculares. O del otro lado del Charco de las Carretas, más allá del río, donde crecían unos mangos raros, medio picudos y con una masa extraña, cuyo gusto me encantaba. Lo mismo hacía con las ciruelas y con cualquier cosa que se encontrara por ahí.
En las noches se quedaba conmigo, despierto, hasta tarde, mientras yo escuchaba los partidos de béisbol hasta el final. Si el juego se iba a extrainnings y se terminaba a las dos de la madrugada, hasta esa hora estaba él conmigo. Y los domingos, en las tardes, me llevaba a cualquier lugar, porque en el campo siempre había una casa a la que ir, a conversar un rato con un vecino, porque en la campiña un vecino puede vivir a dos kilómetros.
Al final, cuando estaba viejito, era yo quien lo pelaba y afeitaba. Después, cuando estudiaba en la Universidad, aguardaba a que yo fuera, una vez cada dos meses o más para pelarse. Siempre me decía que un viejo tenía que estar pelado, por si acaso.
Un día de mayo, hace 30 años, me llamó mi papá para decirme que había muerto. Eran esos años en los que no había transporte, como ahora, y que llegar de La Habana a Quemado de Güines era casi una odisea. Aún así, me las arreglé para llegar a tiempo a su sepelio.
Fue la última vez que lo vi.
Hoy desperté pensando en él, en sus olores únicos y raros, en sus cuentos, en esa forma extraña que tienen los hombres de decir que quieren. Hoy estoy nostálgico, adolorido por las ausencias.
Hoy es uno de esos días que quisiera tener la nariz llena de mocos y a mi abuelo para que me la limpiara.

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