¿HAY HAMBRE EN CUBA? I

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Por Jorge Sotero

La Habana.- El teléfono sonó varias veces y ni me molesté en responder. Pensé que era Mario, el amigo de Güira de Melena, que me llamaba para decirme que fuera a buscar la leche que me vende una vez cada dos semanas. Esos 15 litros que constituyen el alimento principal de mi familia, sobre todo de los dos niños y mi suegra, no los puedo perder.

Mario no quiere que responda. Solo marca y deja que suene un par de veces, y ya sé que ese día, sobre la una de la tarde, habrá ordeñado las vacas y puedo pasar a por la leche. Pero no era él, porque unos minutos después volvió a sonar el teléfono.

-Hola, Helena -respondí con voz somnolienta aún.

-Necesito una pieza para hoy sobre si hay hambre o no en Cuba. La necesito en dos versiones y no importa que coincidan.

-¿Para qué hora?

-Al mediodía, a más tardar. ¿Puede ser?

-Lo intentaré. Porque a esa hora debo estar en Güira de Melena a buscar una leche que me venden allá y es el único alimento que tengo garantizado para los niños y la suegra…

-Jorge -me interrumpió-, la leche no es un buen alimento. O no el mejor alimento posible, y menos en esas edades.

-¿Cuáles son los buenos, Helena?

-La carne, los frutos secos, los pescados, los mariscos, los quesos…

-Me encargo en unos minutos del texto. Qué tengas buen día.

-Espero por ti… gracias.

Unos minutos después la pregunta de Helena me daba vueltas aún en la cabeza. ¿Hay hambre en Cuba?, me pregunté una y otra vez. Y recordé entonces, cuando de niño, le decía a mi madre, allá en aquel campo de Cumanayagua que tenía hambre. La vieja, que no era tanto, porque debía tener unos 30 años, me decía que solo eran deseos de comer. Y entonces me hacía unas palomitas de maíz, me tostaba maní o me mandaba al río a pescar algo para hacerme una minuta. Hasta frijoles sin condimentar me daba con la intención de aplacar aquellos deseos irrefrenables de mi estomago.

El tiempos de guayaba, mangos, anones o chirimoyas, el problema se resolvía fácil, pero cuando no había frutas, a veces la vieja me freía yucas que habían quedado del almuerzo, o me hacía croquetas. Las freía con manteca de puerco, que en mi casa siempre había. Y mi abuelo, el viejo Zenón Sotero, se reía porque decía que a mí no me llenaba nadie, aunque él aprovechaba lo que me hacían a mi para comer también. Aunque nunca comía mucho. Se cuidaba el estómago, sobre todo desde una vez que se cayó de un caballo y comenzó a padecer de problemas en el hígado, de lo cual murió.

Cuando pienso en esas cosas, me convenzo de que en Cuba, en la Cuba de hoy, no hay hambre. Las personas en Cuba no pasan hambre. Hambre pasaba yo en ese tiempo, si lo miro como deseos de comer. Los cubanos de ahora, ancianos y niños, incluidos, viven una hambruna generalizada.

Lo voy a explicar: Mi tía trabajaba para Vilma Espín. La esposa de Raúl Castro solo comía pollo. Y no cualquier pieza, sino alas. Había que prepararle una fuente con dos docenas de alitas, que degustaba tranquilamente. En mi casa, donde vivimos cinco personas, en todo el mes de marzo hemos comprados 16 muslos de pollo, tres paquetes de picadillo y dos de perros. Hubiera querido comprar más, pero la jubilación de la suegra y los salarios míos y de mi esposa no dan para tanto.

No he podido encontrar huevos, que es la comida preferida de Mariana, la nena, y del aceite ni hablar. A Jorgito le gusta el congrí, pero no hay forma de llegarle a los frijoles. Y eso que somos unos privilegiados.

Entonces pienso en los otros que viven en la cuadra. Los del solar, donde malviven unas 20 o 25 familias, en un edificio que está a punto de caerse, trabajando en lo que sea, sin nada que vender ya, con jubilaciones que no alcanzan ni para comprar los medicamentos de la presión. Por eso se muere uno a cada rato. En el último mes se murió Felo, el que antes echaba aire a las bicicletas. La doctora que examinó el cadáver dijo que había muerto de un infarto, pero, para mí, murió de hambre. Y a los dos días se murió Eloína, la mujer. Y, que casualidad, también de un infarto.

El hijo está preso por un accidente que tuvo y ni lo dejaron venir al sepelio. Pero dicen los vecinos que ayudaron a vestir a Eloína que no había nada que comer en la casa, y el refrigerador solo tenía un pomo de agua y uno de vino seco, cualquiera sabe para qué.

Lo de Cuba, insisto, ya no es hambre. Los cubanos vivimos la hambruna más grande de toda su historia, y ya nos empieza a pasar la cuenta. Pero sobre eso nadie se pronuncia, porque los encargados de hablar por el pueblo, cada día tienen más pronunciado el abdomen, fruto de su buena alimentación.

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