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¡VETE, JORGITO: PONTE COMO META NO MORIRTE EN CUBA!

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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Me da pena decirte estas cosas, Jorgito, me dijo mi maestra, quien siempre me achicó el nombre, aunque no había otro Jorge en mi familia. Me lo decía por cariño, porque siempre la llamé Zena fuera del aula y no Zenaida, como le decían todos. Y eso también era una muestra de cariño.

Zenaida fue la mejor maestra que tuve. Me obligó a aprenderme desde muy temprano las tablas, me dijo que los puntos suspensivos eran solo tres, y que las reglas ortográficas no resolvían mucho, que lo importante era leer para que me familiarizara con la mayor cantidad de palabras posibles.

Cada dos o tres meses Zenaida hacía un concurso, y yo los ganaba todos, o casi. Nadie manejaba mejor el diccionario, ni leía tan bien, a pesar de mis siete años. Los premios eran libros. Una vez me gané Tom Sawyer. Otra, Los Cuentos del Conde Lucanor. Después la Edad de Oro. Y después me premiaba siempre con un libro de Martí. «No dejes de leer nunca a Martí», me decía.

Ahora está viejita. La mujer alta, voluptuosa, guapa, de precioso caminar, dio paso a una anciana. Su pelo ya no es el de antes. Ahora solo tiene canas, y para colmo, ha perdido la vista y padece de dolores en una rodilla, producto de una caída de un carretón de caballos, que la ha dejado medio inválida, y se sirve para casi todo de una silla de ruedas que mueve una sobrina, porque ella no tuvo hijos.

Siempre que puedo voy a verla. Fui ayer. Antes de llegar a su casa pasé por donde unos carretilleros y le compré unas cosas. No era mucho: una calabaza, unos condimentos, dos libras de frijoles negros, un poco de arroz, unas verduras, y más adelante, un ramo de flores. A mi maestra siempre le encantaron las flores. Y yo me las robaba del jardín de mi abuela Clara para regalarle siempre alguna rosa, unos lirios, o hasta esas flores silvestres de olor raro y no tan elegantes, que ella conservaba hasta que llegaran las otras.

Zenaida estaba sentada en el portal cuando llegué. Estaba en su silla de ruedas, con la rodilla derecha sobre un viejo taburete cuyo fondo de piel de res, medio rojiza, tenía encima un almohadón azul. La abracé. Le di un abrazo largo y sentí que sus manos acariciaban mi cabello, como hacía siempre cuando, de niño, le llevaba flores. Sus uñas aún son largas y sus manos son suaves y acarician con sutileza.

Mi maestra siempre fue una mujer tierna, aunque nunca nadie le conoció pareja. Siempre estuvo sola y le dedicó toda su vida a la escuela y a cuidar a sus padres, con los que vivió hasta que ambos murieron, y entonces trajo a la casa a su sobrina, con el esposo y el hijo. Ahora solo vive con la sobrina, porque el esposo de esta murió cuando el covid y el hijo se fue por la ruta de los volcanes, «para salvarlas a ambas».

-Me da pena decirte estas cosas, Jorgito, -me dijo cuando le entregué a la sobrina la jaba con las cosas que le había comprado-: Eres uno de los pocos que se acuerda de mí, y siempre que vienes me traes unas flores. Eres el único hombre que me ha regalado flores en la vida.

Y se queda un rato pensativa, con los ojos clavados en el techo. Luego me agarra la mano, con sus dedos largos y ya huesudos, donde se observan los hematomas propios de la edad, y me dice:

-Otro hombre me regalaba flores. Hace mucho tiempo. Y a mí me gustaba que me regalara flores, pero era casado y tenía dos hijos. Aquel hombre me gustaba y siempre en las flores me dejaba una carta, pero en mis tiempos esas cosas se respetaban. Aquel hombre había sido preso político y un día me confesó que se iba del país, que le habían llegado los papeles y que se iba con la esposa por llevarse a los hijos, pero que ella le había sido infiel mientras estuvo en la prisión. Me dijo que era mi última oportunidad. Y se fue. Lo dejé ir.

Luego hizo silencio. Me tomó una mano y la haló hacia sí, y la acarició con la otra un largo rato, con movimientos suaves y tiernos.

-Vete de este país -me dijo en un susurro casi lastimoso, para evitar que alguien la escuchara-, vete y saca a tus hijos, que en este país ya no se puede vivir. Acá las personas se van a comer unas a otras. Y y sé lo que te digo. ¡Vete! Ponte como meta no morirte acá.

Saqué un viejo pañuelo marrón que siempre llevo en mi bolsillo trasero derecho, aunque jamás lo uso y le sequé unas lágrimas que corrían por la mejilla y caían sobre un vestido ya raído, que en algún momento tuvo que haber sido hermoso y que debió haberle quedado de maravillas a aquel cuerpo otrora admirable. Y se hizo un silencio tremendo, de esos en los cuales las manos agarradas dicen más cosas que las palabras.

-Nos engañaron a todos. Nos engañaron, sobre todo, a los maestros. Y nosotros a ustedes, a sus padres, a sus hijos. No tuvieron escrúpulos en usar a Martí para engañarnos, y eso es lo que más me duele, porque era fácil darse cuenta.

Me levanté. La besé en la frente y la abracé. La abracé un rato largo, con toda la ternura del mundo, y ella se dejó. Luego me separé, y la sobrina vino a despedirme.

-Vete, Jorgito -volvió a decirme Zenaida-, pero antes de hacerlo ven a despedirte, que ya no me queda mucho.

Poco después de llegar a la casa me llamó la sobrina para decirme que Zenaida había muerto, que en su rostro había una sonrisa y que antes de expirar repitió dos veces «dile a Jorgito que se vaya».

Ya sé que tengo que irme, solo que no tengo a dónde.

 

 

 

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