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Por Yasser Sosa Tamayo

Santiago de Cuba.- La noche venía a galope lento; las farolas ya bostezaban y yo corría hacia casa, huyendo del apagón… hasta que algo me detuvo.

Un hombre encogido en el escalón de la shopping La Piñata, acomodando cartones como quien prepara su última cama. Se llama Carlos. Tiene 77 años. Su voz es un hilo cansado, como si arrastrara siglos de abandono.

Vivió en el reparto Mejiquito, allá donde la pobreza hace eco. Pero desde el huracán Melissa vaga con dos cartones, un recuerdo y un silencio. Huele a orina, a abandono… a lo que la sociedad aparta para no sentirse culpable.

Sus zapatos están amarrados con tiras blancas. Más que calzado, parecen el último pudor que lo sostiene en esta tierra.

Me acerqué. El tiempo dejó de existir.

Abuelo… —le dije.

Él levantó la mirada, cargada de derrotas.

Como puedo —susurró desde un lugar donde casi no quedan voces.

¿Hace mucho que duerme aquí?

—Desde Melissa —dijo bajito—. El viento se llevó lo poco… y yo me quedé sin dónde caerme muerto.

—¿Y la familia?

—La familia también se cansa.

Seis palabras que golpean más fuerte que un martillo.

Le puse la mano en el hombro. Carlos tembló. Sentí un crujido: ¿venía de sus huesos o de mi alma?

La gente seguía pasando, huyendo del apagón, de la hora, de la vida… mientras él se sobremoría en ese escalón, volviéndose sombra entre sombras. Invisible incluso para la compasión.

Le dejé dinero. Pero más que eso, lo abracé. Lo apreté con la fuerza de quien abraza un fantasma querido, y sentí a mi abuelo respirándome en el pecho: cuídalo, que un día pude ser yo.

Gracias, muchacho… hacía días que nadie me tocaba sin miedo —murmuró.

El corazón me golpeó como un martillo. Nos quedamos así: él hundido en sus cartones, yo conteniendo el derrumbe.

Porque esta es la verdad: la ciudad sigue, el mundo sigue, la gente sigue… y Carlos se queda ahí. Anoche. Esta noche. Mañana también.

Mientras todos corren para escapar del apagón, él duerme en el suyo: uno que no se va nunca.

Un país entero pasa a su costado sin verlo. Un hombre existe sin existir. Y ese escalón, ese pedazo de concreto cansado, es la única cama que todavía no lo traiciona.

Detenerse duele. Mirar duele más. Pero lo verdaderamente insoportable es seguir de largo.

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