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San José de las Lajas es un ejemplo de la fuga de maestros en Cuba

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- Desde la tierra roja de Mayabeque, donde el polvo se mezcla con la desesperanza, llega una carta. Una de esas que ya no deberían sorprender a nadie, pero que duele leer. “Soy una madre de un niño de 8vo grado… ya no aguanto más tanta falta de ética y profesionalismo y sobre todo tantas mentiras”.

La queja, metódica y devastadora de la madre de un alumno de la escuela Antonio José Oviedo, es el termómetro de una fiebre que quema hasta los cimientos de lo que un día nos dijeron que era intocable: la educación.

Uno se pregunta, leyendo este relato de un grupo desintegrado sin aviso, de aulas que superan los 35 estudiantes, por qué no hay maestros. La respuesta es simple y a la vez compleja: nadie quiere dar clases en un país donde la vocación se paga con miseria.

Dar clase es un acto de heroísmo, y los héroes, hoy, están ocupados haciendo cola para comer o buscando la manera de escapar de la isla. El maestro que formaba al “hombre nuevo” hoy es un fantasma que recorre los pasillos vacíos de las escuelas pedagógicas.

Y entonces, miras más allá y te cuestionas por qué las aulas se están cayendo. La respuesta está en la carta, en ese detalle que duele más que un portazo: “aula que se arregló y se pintó con el esfuerzo de los padres”. El Estado socialista, ese que todo lo puede y todo lo provee, ha delegado en las familias el mantenimiento de sus escuelas.

Los padres, con sus salarios de hambre, compran la pintura y arreglan los pupitres, mientras la burocracia educativa, gorda e indolente, mira desde otra galaxia. ¿A dónde fueron a parar las mesas y las sillas? Esa es una de las grandes preguntas de la Cuba de hoy, junto a ¿dónde está el jabón? y ¿por qué no hay luz?

Ni maestros ni aulas, solo indolencia

La arrogancia del poder es el cuarto párrafo de esta tragedia. “Aunque nosotros vayamos a ver a la ministra, no íbamos a resolver nada porque una decisión tomada por la escuela, se toma y punto”. No es un error, es el sistema. Es la lógica del campamento militar, donde la queja es un acto de insubordinación.

La directora que pasa por delante de los padres sin mirarlos es la metáfora perfecta de un régimen que ha dejado de ver a su pueblo. Los trata como a un estorbo, como a una molestia que interrumpe el discurso oficial de la “victoria perfecta”.

Y en el centro de este huracán de incompetencia y desdén, están ellos: “más de 45 niños amontonados como perros, sin una gota de conciencia ni humanidad”. La frase duele, pero es la pura verdad. Se habla de patria y de futuro, pero se hacinan a los niños en aulas cayéndose a pedazos, sin libros de texto, sin condiciones higiénicas, sin el más mínimo respeto por su dignidad.

La “conciencia” de la que tanto alardean se evapora cuando hay que asumir responsabilidades. Solo queda el “pretexto sin sentido”, la mentira repetida hasta que el cansancio venza a los padres.

Al final, el reclamo no es revolucionario, ni contrarrevolucionario. Es humano, simple y desgarrador: “Los padres solo queremos que se acabe de resolver este problema, para que los niños vuelvan a su aula y puedan estudiar con un poco de tranquilidad”.

No piden milagros, piden normalidad. Piden que el aula pintada por ellos no les sea arrebatada. Piden ser oídos. En un país que se llena la boca con la palabra “pueblo”, escuchar parece ser el verbo más subversivo de todos. Y mientras, las aulas siguen vacías de maestros, llenas de niños, y ahogadas en un silencio que es la más elocuente de las condenas. (Este texto toma referencia una denuncia enviada al periodista Alberto Arego)

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