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Una leona mató a un hombre que entró a su recinto en un zoológico de Brasil. Las autoridades decidieron no sacrificar a la fiera, y esgrimieron sus argumentos. Luego vino la polémica.
El hombre entró donde jamás debía haber entrado. Traspasó una barrera —de vidrio o de metal— y pisó un espacio que no le pertenecía. La leona lo vio. Fue puro instinto. Instinto de supervivencia. Y el hombre terminó perdiendo la vida. Silencio. Impacto. Temor. Horas más tarde llegó el anuncio que encendió el debate en todo el país: la leona no será sacrificada. El zoológico fue contundente: ella no es responsable, actuó como cualquier animal salvaje, no pidió vivir encerrada ni escogió convivir con personas.
Ahí empezó la discusión. Algunos apoyan la decisión: “¿Por qué condenar a un animal por una imprudencia humana?”, “Ella no entendió reglas; solo protegió su territorio”.
Otros están indignados: “Una vida humana siempre debe estar por encima”, “Si atacó una vez, puede volver a hacerlo”.

Pero pocos mencionan lo más importante: lo frágil que es ese límite que separa nuestro mundo del mundo salvaje… y lo fácil que es cruzarlo creyendo que nada nos puede pasar.
La realidad incómoda es esta: cuando un ser humano viola las normas del reino animal, la naturaleza reacciona. Y lo hace sin avisar. Muchas veces se busca culpar al animal, cuando fue la soberbia humana la que ignoró los límites. La verdadera compasión también se demuestra en cómo tratamos a quienes no tienen voz. Tal vez aquí el juicio no sea para la leona… sino para nosotros mismos.
¿Tú qué piensas?