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NOSTALGIA HABANERA

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Por Anette Espinosa

La Habana.- Ayer La Habana estaba vacía. Y el lunes también. Ayer salí a caminar por El Vedado y casi no me encontré personas en las calles. Ni en La Rampa, habitualmente tumultuosa, vi a nadie. Las aceras estaban despobladas y solo dos o tres transeúntes medio despistados caminaban hacia arriba o hacia abajo. Eso sí, en el Focsa había colas para los cajeros del banco, y para entrar a alguna tienda. Pero nada más.
En Prado, más de lo mismo. Solitario casi todo el famoso paseo, a donde siempre fueron muchas personas a caminar, a respirar la brisa que llega del mar, con esa limpieza y frescura que traen los vientos cuando provienen de las grandes masas de agua. Tampoco vi muchas personas en los pórticos del Inglaterra. Solo un par de turistas tomando un café en una mesa, hablando animadamente con el mesero, en un inglés medio chapurreado por ambas partes.
Eso fue ayer, pero el lunes sentí lo mismo, la misma sensación de ciudad desolada, aburrida, muerta, como si sus hijos la hubieran abandonado de momento, cual si le hubieran dado la espalda sin importarle su suerte, como si el único camino posible fuera el del aeropuerto, al exilio o el destierro, que en la Cuba de hoy es casi lo mismo.
Los dos días sentí el pecho apretado y me vinieron a la memoria, en tropel, las palabras del primo que lleva meses en Tapachula esperando porque le validen su parole humanitario para entrar en Estados Unidos. Lleva un mes y medio allí y y tiene un número cercano al millón y medio. No sabe cuántas personas tiene delante, pero dice que un millón y medio son muchas personas para el tiempo que lleva de establecido ese mecanismos para entrar a territorio estadounidense.
Me cuenta que Tapachula parece una ciudad cubana. O mejor, dice, sus calles parecen como los alrededores del estadio Latinoamericano cuando van a jugar Santiago de Cuba e Industriales. Por las calles de la pequeña urbe, de unos 300 mil habitantes, lo mismo escuchas a un santiaguero de Palma, con su acento oriental, que un villaclareño de hablar atropellado, proveniente de Manicaragua, o un pinareño de San Juan y Martínez. Hablan de todo, en voz alta, se sientan en las aceras o en los parques, alrededor de donde viven.
Lo del parole ha convertido la ciudad en un importante lugar de tránsito y los lugareños se aprovechan. Unos habilitan sus propias habitaciones y alojan allí a seis u ocho cubanos, a los que cobran unos 10 dólares por persona cada día. Otros levantaron improvisados y modestos hoteles para darles cobija a los que llegan y, de paso, mejorar su economía. Ahora mismo hay más cubanos en Tapachula que en La Habana. Y aunque a algunos no les preocupe, a mí me duele.
Me duele porque La Habana se ha quedado sola y aburrida. Cada día se parece menos a la urbe bulliciosa que fue siempre, a la de los carros sonando sus claxos, persiguiendo al pasajero de turno, a la de la multitud en algarabía constante, porque las personas prefieren permanecer en casa para no gastar las energías que después les costará mucho recuperar.
Hasta los médicos se han ido. Dicen que en los últimos tres años, desde lo del coronavirus, unos 31 mil dejaron el país, por una vía u otra. Y dicen también que el gobierno cerró las fronteras a la salida de los galenos, que se terminó la fuga de los profesionales de la salud, como si eso fuera a resolver algo. Y lo peor no es que haya impedido irse a los que están dentro, sino que tampoco autoriza a los que regresan después de haber estado años viviendo en el exterior.
Una amiga me mandó un audio que le pasó una prima, y que recoge un mensaje alarmado de un médico al que las autoridades de migración no la dejaron abordar en el aeropuerto. Y el médico hacía muchos años no venía a Cuba. Dice que solo le dijeron que su nombre aparecía en una lista con prohibición de viajar al exterior y allá adentro lo dejaron. El hombre casi se vuelve loco en la terminal aérea, pero al final no pudo hacer nada. Tuvo que volver donde su familia a iniciar trámites, a acudir a embajadas, casi que a empezar de nuevo.
Mientras eso ocurre, La Habana sigue vacía. No hay casi nadie en 17 y K, en el mercado donde siempre había cientos de personas, tal vez porque ahora no hay nada que comprar. O lo que hay es demasiado caro y no está al alcance de la mayoría de las personas, algunas de las cuales llegan y regresan con las manos vacías. Tampoco hay personas en el parquecito que está frente a la funeraria de Calzada y K, porque no hay colas para visas en la embajada de Estados Unidos.
En 23, entre F y G, donde siempre había multitud de personas, dos ancianos venden rositas de maíz y tabletas de maní molido. Dos estudiantes de medicina están recostados a una pared, mientras husmean en sus teléfonos, que esconden cuando piensan que alguien se acerca y puede ser un presunto ladrón, de esos que se dedican a pleno día a arrebatar celulares y mochilas.
La Habana sigue vacía y cada vez más sucia y ruinosa. Cada vez más vieja, mustia, solitaria y abandonada. La Habana ya no es La Habana y nosotros cada vez somos menos de ella.

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