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Por Jorge Sotero (Enviado Especial)
Santiago de Cuba.- La realidad es cruda, sin filtros ni concesiones. Porque lo que está pasando en Cuba no es una tragedia natural, es una tragedia política. Y sus protagonistas no son héroes, sino actores de un repugnante teatro que se repite cada vez que el pueblo, ahogado por la miseria que ellos han creado, recibe otro golpe. El huracán Melissa solo ha venido a destapar, una vez más, la podredumbre de un régimen que lleva seis décadas especializándose en el arte de la farsa.
Bajaron del helicóptero como si fueran los Mesías. La primera secretaria del PCC en Santiago de Cuba y su séquito de cortesanos, enfundados en su ropa impecable, llegando a las zonas devastadas de Palma Soriano, San Luis y Songo-La Maya. No llevaban soluciones, no llevaban esperanza. Llevaban cámaras, discursos vacíos y la insolencia de repartir, como si fuera un maná celestial, la mísera y famélica canasta familiar normada que corresponde… ¡al mes de julio! Tres libras de arroz, dos de azúcar y seis onzas de chícharos. Ese es el valor que este régimen le da a la vida humana.
Miremos las imágenes, porque no mienten. Mientras a sus espaldas hay familias que lo han perdido todo, que no tienen un techo que los cobije ni un plato de comida que llevarse a la boca, ellos posan. Sonríen para la cámara del noticiero estatal, se dan golpes de pecho hablando de «victoria» y «resistencia», y con una frialdad que hiela la sangre, le venden esas vituallas a la gente. ¿Con qué dinero? Si estas personas lo han perdido todo, ¿de qué bolsillo sacan los pesos para pagar la limosna que el Estado, en su infinita magnanimidad, les ofrece? Es el cinismo elevado a la máxima potencia: crear la miseria, grabarse «aliviándola» y, de paso, sacarle unas monedas a los damnificados.

Esto no es gestión de una crisis, es un reality show macabro orquestado desde el poder. A los dirigentes cubanos les encanta salir en la TV, en los periódicos, en las redes, porque es su único hábitat natural: la mentira institucionalizada. Solo saben darse vista donde la gente sufre, convertidos en turistas de la desgracia ajena. Su presencia no aporta soluciones, sino que es la confirmación de que el problema tiene nombre y apellido: la nomenclata castrista, experta en vivir de las ruinas que ella misma genera.
El contraste no podría ser más obsceno. Mientras el pueblo se debate entre escombros, sin luz, sin agua, sin medicinas y con un hambre atroz que ya era crónico y ahora es terminal, la cúpula se pasea en helicópteros militares, utiliza recursos estatales para su campaña de autobombo y nos vende la épica de su «solidaridad». Es pura propaganda y cero soluciones. Cero. Porque su objetivo no es arreglar nada, sino perpetuarse en el poder, aunque eso signifique condenar a un pueblo entero a una agonía sin fin.
Cuba se cae a pedazos, literalmente, bajo el peso asfixiante de un comunismo que no es más que la fachada de una cleptocracia. Si antes había hambre, ahora con el huracán hay más. Si antes había escasez, ahora hay desolación absoluta. Y ellos, los de siempre, los responsables de este desastre histórico, siguen ahí. Condenando al pueblo cubano, vendiéndole hasta su propia comida de racionamiento en medio de la catástrofe, y sin acabar de largarse. Esta es la verdadera indignación: la de un régimen que, ante la desgracia, no ve ciudadanos que ayudar, sino un escenario más para su repugnante puesta en escena.