Para empeorar las cosas, Karl buscó refugio en el alcohol para acompañar su depresión. La familia Benz vivía en Mannheim con sus cinco hijos, y Bertha tenía que visitar a sus padres en Pforzheim, casi 100 kilómetros al sur. Para apoyar a su marido y asegurarse de que su trabajo no fuera en vano, Bertha reunió valor y decidió emprender el viaje en el triciclo para visitarlos.

El trayecto tomó casi un día completo, un tiempo razonable considerando la potencia del vehículo a finales del siglo XIX. Bertha tuvo que detenerse varias veces en farmacias para repostar gasolina, que se vendía allí en ese momento. Visitó a dos curtidores para reparar los frenos, inventando así las pastillas de freno, y a un herrero para arreglar la cadena de transmisión. Cuando una línea de combustible se obstruyó, Bertha utilizó un alfiler para repararla e aisló un cable con un lazo improvisado.

Al llegar a su destino, Bertha informó a su esposo sobre el éxito del viaje mediante un telegrama. Al día siguiente, emprendió el regreso a Mannheim, completando el trayecto de vuelta.

El viaje atrajo mucha atención, ya que Bertha se encontró con muchas personas curiosas en el camino. Fue entonces cuando la gente comenzó a entender que el automóvil no era solo un juguete curioso, sino un medio de transporte práctico y rápido.

Karl se volvió instantáneamente famoso y pronto todos querían una réplica de su coche, lo que llevó a numerosos pedidos. El viaje de Bertha también fue una oportunidad para que ella probara el vehículo desde la perspectiva del usuario, identificando posibles mejoras.

Sugerió agregar una marcha a la transmisión para aumentar la velocidad, reduciendo así el tiempo de viaje y permitiendo adelantar a los carros, añadir una cuarta rueda para mayor estabilidad, mejorar los frenos e instalar un filtro de combustible. A partir de ahí nació lo que se convertiría en un gran imperio automovilístico, conocido hasta el día de hoy.