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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Los defensores del castrismo se pueden dividir en tres grupos. No quiero ser categórica y creerme dueña de la verdad absoluta, pero es al menos así como lo veo y como intentaré contarlo. Y si quieren discrepar, pueden hacerlo. No hay problema con eso.
Hay un grupo de convencidos y vividores, que incluye a aquellos que tienen puestos que no quieren perder, y que va desde los altos cargos militares, con sus carros que les cambian cada dos años, hasta los que trabajan en el turismo, o en almacenes, donde pueden sacar algo -léase robar- y darse una vida diferente a la del resto de los cubanos.
En el intermedio están los dirigentes de mediana y baja jerarquía, entre los que se incluyen los que están al frente de las provincias y municipios, y que desvían para su beneficio todo lo que podemos imaginar y más. Tienen poder -limitado pero poder al fin-, combustible, la comida y la bebida que necesitan, hoteles para descansar, y relaciones.
En este grupo, el inicial, están también los ministros, los diplomáticos, los directores de empresa, los coroneles y sus familiares. Y contrario a lo que muchos piensan, es numeroso.
En el segundo grupo incluiría a aquellos que mamaron de la revolución, que la acompañaron desde sus inicios o vieron que sus padres se desvivían por servirla. A esos, muchos de ellos ya jubilados, la manipulación se los comió y han sido incapaces de darse cuenta de que el castrismo es la mentira más grande de la historia de Cuba. A veces dan lástima, y otras generan odio.
Y hay un tercer grupo: el de los defensores ocultos, los mercenarios del régimen, las ciberclarias, todos esos que le hacen la pelota en redes y se prestan para cualquier cosa sin dar la cara.
Esos jamás enseñan el rostro. Sus perfiles son fáciles de identificar, porque abundan los cascos de guerrero, los muñequitos, los animales, las imágenes elaboradas a través de inteligencia artificial. O en última instancia ponen una bandera cubana o se esconden en el rostro del desaparecido líder.
Esos son tan bajos como los propios castristas. La mayoría han sido preparados para la «guerra en las redes» y han entregado su alma por un celular y un poco de dinero que le ponen para que estén el día entero conectados. Sus teléfonos son petroleros, como le dice el cubanos común a los que no gastan por llamar o conectarse.
Esos también reciben cajas de pollo, pomos de aceite y tubos de picadillo. Y si son de las FAR o el MININT, de vez en cuando les dan una botella de ron.
Aparecieron hace unos años, cuando el aparato de control del partido comunista se dio cuenta de que tenía la guerra perdida en las redes y decidió que había que movilizar «cibercombatientes» para defender al régimen. Y como ellos no tienen valor para dar la cara, la esconden, porque temen en algún momento algún tipo de represalia, porque, a pesar de su batallar a favor de los Castro, no están convencidos de que su permanencia en el poder llegue a los ’62 mil milenios’ que han anunciado.
Esos se olvidan de que todo se sabe, de que los archivos están ahí, de que en la desbandada, los encargados de desaparecerlos no lo harán. Y esos documentos caerán en manos de los que vendrán detrás, y es posible que a alguno se le encuentre algún delito que merezca la pena ser enjuiciado. Y entonces tendrán que pagar.
A diferencia de esos que defienden el comunismo desde sus creencias, en la humildad de sus vidas por la luz corta de su pensamiento, los que se han prestado para hacerle el juego a la tiranía serán enjuiciados. Que no tengan dudas de que un día, en una Cuba libre, sus penas no quedarán en el olvido.