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LOS LIBROS

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Por Ulises Toirac ()
La Habana.- De chamita mis preferidos eran Julio Verne y Emilio Salgari. Hubo otros autores que me bebí con la mayor de las curiosidades infantiles (London, Exupèry…) pero los viejos sabían cómo mantenerme tranquilo y mi biblioteca crecía paulatinamente, engrosada principalmente por esos dos autores que tenían la habilidad de meterme por igual en un globo alrededor del mundo, un duelo en París, o una isla inhabitada en la remangalatuerca del Pacífico.
Lo supieron desde que, aprendidas las primeras letras hacía conducir más despacio el pumpunchácata de mi padre por las calles de la Habana, para leer los vistosos carteles de los establecimientos y las marquesinas de los cines.
Era tal mi flojera por los libros que no había manera de quitármelos de las manos para nada. Por supuesto el inodoro era un excelente sitio para leer (lejos de la vista de los que podían mandarme a barrer o botar la basura), la cama, el patio, el portal de Nidia, la clase de matemáticas (muy muy sigilosamente)… ¡pero además los llevaba a la playa!
Nuestras salidas a las playas del Este eran una fiesta. Tania no había nacido, así que la mayoría de las veces «la tropa» la componíamos mi primo Rubén (un año mayor que yo), mi hermano Julio (tres años mayor) y yo. Llevaban el almuerzo y salíamos bien temprano a un día completo de gozadera náutica. Bue… completo no, porque se respetaba aquello de las tres horas sin agua después del almuerzo y hoy me pregunto cómo coño los mayores podían mantenernos secos esas tres horas al mediodía.
El sol no hacía el daño que hace hoy. Nos metíamos un día entero sin bloqueador solar y salvo los despellejamientos de inicio de temporada, no pasaba nada más que terminar las vacaciones más prietos que un mozambicano. Pero había días que fallaba el pronóstico del tiempo y nuestro temperamental clima ponía la playa a gozar con tempestades adornadas con lluvias intensas, rayos («¡Salgan del agua que se van a electrocutar!»), oleaje agresivo… En fin, ¡también divertido!
Recuerdo haber estado leyendo «Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino» el día que, atrapado por una de esas olas me llevó con la succión como a treinta metros de la orilla dándome más vueltas que en un entrenamiento para cosmonauta (y mil veces más rápido) y luego otra me devolvió montado en ella, y tragando más agua que camello en oasis, hasta dejarme sentado de un culazo en la arena.
Aquellos fueron segundos de tragedia para los mayores. No logro imaginarme toda su desesperación durante ese trayecto. Solo sé que a mi brusca llegada a la arena, se reunieron a mi alrededor, me cargaron, me llenaron de quieros y abrazos, mientras yo, maldiciendo la hora que dejé el libro en el carro para jugar a los pistoleros en la orilla bajo la tempestad, solo atinaba a pensar: «con un submarino no me hubiera pasado esto».

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