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La noche en que John Joseph Merlin inventó el patinaje… y el caos

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A finales del siglo XVIII, cuando Europa estaba fascinada por ingenios mecánicos y sueños de modernidad, un nombre brillaba entre los salones más selectos: John Joseph Merlin. Inventor incansable, creador de autómatas y artefactos musicales, siempre buscaba algo que desafiara los límites de su tiempo.

Una noche, llevado por esa mezcla peligrosa de ingenio y exceso de confianza, decidió presentar su creación más audaz: unos patines que no necesitaban hielo. Había sustituido las cuchillas por pequeñas ruedas, convencido de que estaba ante el futuro del movimiento humano.

Y eligió el escenario más arriesgado para probarlos: una fiesta ofrecida por Madame Cornelys, famosa por reunir a aristócratas entre lámparas deslumbrantes, alfombras delicadas y muebles que valían más que una casa entera. Merlin entró deslizándose con seguridad —o eso parecía— y, para impresionar aún más, comenzó a tocar el violín mientras avanzaba entre los invitados.

Pero aquel prototipo tenía un detalle fatal: no tenía frenos. Ni dirección.

Cuando la multitud se abrió a su paso, Merlin avanzó sin poder detenerse, directo hacia un espejo enorme valorado en quinientas libras. El impacto fue inevitable. El cristal estalló, el violín quedó hecho trizas y el inventor terminó herido en el suelo, víctima de su propia audacia.

El escándalo corrió por todo Londres. El invento, humillado antes de nacer, desapareció de escena durante casi un siglo.

Solo en 1863, un estadounidense llamado James Plimpton retomó aquel sueño, lo perfeccionó y lo volvió posible: patines estables, maniobrables y, sobre todo, seguros.

Una reinvención que rescató la idea que Merlin había lanzado al mundo con demasiada valentía y muy poca cautela.

A veces la historia avanza así: entre caídas ruidosas y segundas oportunidades silenciosas. (Datos Históricos)

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