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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En Cuba, la electricidad se ha convertido en una especie de maldición divina. Un castigo que llega sin avisar, te ilumina la casa durante exactamente el tiempo suficiente para que creas que hoy será diferente, y entonces se va. Deja la nevera a medio enfriar, la ropa a medio lavar, la comida a medio cocer. Y sobre todo, te deja con la pregunta que ya nadie se atreve a hacer en voz alta: ¿para qué quiero luz si solo me da miedo usarla?
En La Habana quizás esto suene exagerado —acá siempre hay un generador cerca, un inversor, un amigo con combustible, y, sobre todo, apagones más cortos y planificados—, pero en el interior de la isla la luz es como un visitante impredecible que puede irse en cualquier momento.
La paradoja es demencial: la gente ya no teme a los apagones, sino a que la electricidad regrese. Porque cuando vuelve, no es alivio: es ansiedad pura. ¿Pongo la olla de frijoles aunque sé que puede quedarse a media cocción? ¿Enciendo el ventilador aunque el zumbido me recordará que esto puede acabarse en segundos? ¿Meto la ropa en la lavadora aunque arriesgue que se enjuague con agua oscura y salga más sucia que antes? La electricidad ya no es un servicio: es una amenaza. Una promesa de caos.
Mientras, en el silencio de los apagones —esos que duran 12, 16, 20 horas—, hay una paz extraña. No hay que tomar decisiones. No hay que elegir entre cargar el teléfono o guardar energía para el ventilador. Y no hay que vigilar el parpadeo de los focos como si fueran ratas oliendo el veneno. Cuando no hay luz, solo hay una pregunta sencilla: ¿cuándo volverá? Y esa pregunta, por terrible que sea, es más fácil de responder que el dilema de si arriesgarse a cocinar, lavar o vivir.
Imaginen —aunque en Cuba no hace falta imaginar— estar en un ascensor hipotético en el quinto piso cuando la luz se va. ¿Subir? ¿Bajar? ¿Quedarse quieto? Da igual. Porque en realidad no hay ascensor que funcione, no hay edificio que no tiemble ante cada variación de voltaje. La gente prefiere subir diez pisos por escaleras a quedar atrapada entre pisos en la oscuridad. Prefiere la certeza del esfuerzo a la incertidumbre de la tecnología.
El gobierno habla de inversiones, de parques solares, de termoeléctricas reparadas con fe y patriotismo. Pero en el interior nadie escucha. Allí solo se oye el zumbido de los mosquitos en la oscuridad y el suspiro de alivio cuando al fin se va la luz y ya no hay que seguir pendiente de que se vaya. Es como si toda la isla se hubiera convertido en un juego perverso de ruleta rusa: la bala es la electricidad, y el disparo es que llegue.
Al final, Cuba ha aprendido a vivir al revés: la luz estresa, la oscuridad calma. La electricidad es el enemigo que promete y miente; la noche sin corriente, en cambio, no promete nada. Y en esa nada, al menos, hay honestidad.