Por Esteban Fernández Roig Jr.
Miami.- La felicidad no la daba el dinero, ni los lujos, ni los juguetes caros. Recibíamos consejos gratuitos de padres y de familiares cercanos. Aceptaban o erraban, pero los escuchábamos y respetábamos.
Hacer nuevos amigos era fácil e instantáneo, en el parque, en la calle y hasta en el portal de la casa. No sabíamos lo que era la traición, ni la chivatería, ni la decepción.
Solo necesitábamos un guantecito para jugar a la pelota, ir al solar yermo más cercano y allí siempre encontrábamos un piquete de muchachos listos para permitirnos ser -por lo menos- el noveno integrante del equipo.
El padre, un domingo por la mañana, solo tenía que meterse la mano en el bolsillo y darnos un humilde y solitario peso con la foto del Apóstol, y eso era suficiente para alegrarnos el día y sentirnos millonarios.
Descuidados tirábamos la indumentaria al suelo antes de bañarnos y a las pocas horas las encontrábamos limpias, colgadas y olorosas gracias a la adorada madre que se había ocupado de ese sublime y estoico menester.
Sin apenas darnos cuenta pasamos del pañal, al pantalón corto, al bombache y al largo.
Con inocente desespero por crecer pasamos de gatear, a caminar, a correr, y vamos del velocípedo a la bicicleta. De la leche materna a la compota, y al café con leche y pan con mantequilla.
De pronto tenemos 10 novias sin que ninguna de ellas se enterara del noviazgo. Y las majaderías en el colegio podían ser castigadas con un reglazo bien dado.
Negritos, blanquitos, mulaticos, chinitos, con papalotes, chiringas, trompos, pelotas de cajetilla de cigarros, canicas, quimbumbias, chivichanas, dale al que no te dio, y jugando a los escondidos, estábamos contentos.
No necesitábamos Nintendo, ni computadoras, ni inclusive cine y televisión, solo un destartalado radiecito para a las 12 del mediodía escuchar los episodios de Los Tres Villalobos y el trotar de sus caballos…
Martí la llamó “La Edad de oro”, pero en mi entorno era conocida como “la edad de la peseta”….
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