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HISTORIAS DE LA ALFABETIZACIÓN

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Por René Fidel González
Santiago de Cuba.- Mamá fue maestra voluntaria, que fueron los primeros maestros que empezaron la alfabetización. Conrado Benitez lo era también y alguna vez mi madre se despertó temprano para verle pasar cuando de madrugada traía el pan desde muy lejos para sus compañeros.
Era ya, mucho antes de que lo asesinaran, una leyenda entre ellos porque con el primer salario que retroactivo le pagaron, después de meses de trabajo sin cobrar un centavo, en vez de gastarlo en sus necesidades, tal como la mayoría hizo, lo empleó íntegramente en comprar ropas, zapatos y juguetes para los niños que él alfabetizaba.
Cuando se supo que habían matado a Manuel, a mamá le fueron a avisar de madrugada del hecho.
Ella tenía bajo su dirección y cuidado a un grupo de maestros alfabetizadores de lo que ya era la Brigada Conrado Benitez, el mayor de ellos apenas pasaba de los 13 años.
Provenían de La Habana y después de semanas insistiendo, Mamá les había prometido llevarlos al río ese día terrible.
«Mataron a un maestro, tome todas las medidas necesarias», le dijo el hombre escuetamente en la puerta del bohío en medio de la niebla de la madrugada como todo mensaje, para seguir de inmediato su angustiado peregrinaje por los más recónditos parajes de la Sierra Maestra, cuyo rastro, podía sin embargo ser seguido, por la pureza del miedo que dejaba tras de él.
Más de cincuenta años después Mamá me dijo que no más irse el santiaguero que le había traído la noticia y que no esperó ni siquiera a tomar el café que los alarmados guajiros que la albergaban y cuidaban como la niña que nunca tendrían le prometieron hacer muy rápido, ella no pensó en otra cosa que no fuera en el dilema en que le colocaba con sus muchachos el asesinato del que aún era un maestro sin nombre, rostro y edad.
«Lo resolví antes de llegar al bohío en el que ellos dormían habitualmente. Les expliqué lo que había pasado y que después del desayuno pasarían a recoger a otra maestra que le ayudaría a cuidarlos mientras ellos se bañaban en el río. No me pasó por la cabeza que aquello pudiera estar mal, ni un mal presagio, nada».
No tuvo ni siquiera un atisbo de alerta cuando al llegar a recoger a la maestra que la acompañaría a cuidar a los muchachos, una tía de esta que casualmente la visitaba, le espetó sin mayor preámbulo y con tono áspero: «¿Maestra, usted sabe lo que está haciendo?» .
» Sin dudas me lo decía por el asesinato de Manuel, que a esa hora ya se estaba informando por la radio, yo entendí que su pregunta era por eso, pero no entendía qué tenía que ver una cosa con la otra», me explicó el día que me narró los hechos conservando intacto el gesto de perplejidad que le devolvió a la mujer como respuesta.
«Para colmo la sobrina de la señora, que no dudó un momento en acompañarme, me dijo en un intento infructuoso de curar mi asombro ante lo que a pesar de mi ingenuidad tenía un aire de advertencia mal disimulada: No le hagas caso, tía es del PSP y ellos son unos amargados.»
El resto de la mañana hasta el mediodía pasó rápido con los gritos y juegos de los jóvenes alfabetizadores en el río.
«Nosotras dos estábamos de espaldas a ellos sentadas en una piedra grande, era una época distinta, así los cuidábamos, yo creo que ella tampoco sabía nadar».
Dos días más tarde citada de urgencia comprendió que algo iba mal cuando entró a la oficina del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria) en la que sus superiores le esperaban.
«Lo único que hice fue llorar, llorar, no recuerdo que hiciera otra cosa.»
La mujer, omitiendo convenientemente el nombre de su sobrina, había llamado a algún lugar preguntando cómo era posible que una maestra estuviera celebrando un día como aquel y aquello bastó para desatar el análisis.
«En medio de todo yo me daba cuenta que no podía decir el nombre de mi compañera, aunque los rastros de la ira de aquella mujer no estaban ni siquiera mal disimulados en la acusación que me hacían mis compañeros»
«Tienes que esperar a la decisión que se tome contigo, pero esto es muy grave», me dijeron al terminar. Yo seguí llorando y llorando y seguía haciéndolo tres días después cuando me hicieron entrar a un local en el que estaban reunidos la mayoría de los alfabetizadores de la zona y apenas entré estallaron los aplausos»
«En el Jeep en que me regresaban le dije a la Capitana Ernestina sin poder aún parar de llorar: no entiendo nada, sigo sin entender nada, Ernestina.»
Analizando el caso, le dijo Ernestina, alguien había reparado que el propósito de los asesinos del Manuel había sido también atemorizar a los maestros alfabetizadores y que con su acción ella había elevado la moral de los muchachos.
«Estuviste a nada de ser expulsada de la campaña», le dijo Ernestina, que muchos años después, navegando la vida ya muy anciana con las banderas de conveniencia de la senilidad, miraría a Mamá con la ternura con que suelen mirar siempre los maestros a sus alumnos y le preguntó:
¿Baby, es verdad que siempre pude protegerte?
A Mamá, que me dijo antes de morir que ser maestro era cuando nada ni nadie te podía impedir enseñar.

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