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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- Yo sabía que al compañero Gil, ahora acusado de ser espía, terminarían vinculándolo con la CIA. Era cuestión de tiempo. En Cuba, cuando la Seguridad del Estado necesita fabricar un culpable, ya tiene el libreto escrito: solo existe un enemigo, y ese enemigo es la CIA. Ni la propia Central de Inteligencia Americana sabría decir cuántos “agentes” tiene supuestamente en la Isla, pero para la Seguridad cubana el número es infinito: tantos como deseen encarcelar.
La maquinaria represiva del régimen no necesita pruebas ni evidencias; solo necesita una decisión. La Seguridad del Estado cubano no tiene rivales, ni contrapesos, ni instituciones que le hagan sombra. Ni jueces, ni fiscales, ni abogados pueden contradecirla: todos están por debajo, alineados, subordinados. Lo que ese aparato diga basta. Es palabra sagrada. En Cuba, una acusación de la Seguridad vale más que cualquier evidencia.
No hay escapatoria legal de sus garras, no hay tribunal donde defenderse, no hay derecho que te proteja. La gente en la Isla le tiene más miedo a Villa Marista, la temida sede de la Seguridad del Estado, que al infierno mismo. En ese edificio, que muchos prefieren no nombrar en voz alta, la realidad se dobla, la voluntad se quiebra y la verdad deja de existir.
Lo sé por experiencia propia. Una vez, durante uno de esos días en los que fui “huésped” de aquel centro represivo, llegó a mi celda un muchacho gago. Lo acusaban de salida ilegal y de atentar contra los poderes del Estado porque, según ellos, había robado una lancha estatal para escapar del país. Él lo negaba con insistencia, casi con desesperación: decía que no era una lancha, sino una balsa improvisada. Pero en Villa Marista eso no importa. Para el cuerpo represivo, la versión oficial es la única posible, incluso si es absurda.
Lo sacaron de la celda. Pasó horas fuera, quizás unas 24. Horas de interrogatorios, presiones, tal vez torturas, esas que nunca admiten, pero que todos conocen. Cuando regresó, ya no gagueaba. Casi no hablaba. Su voz era un susurro roto y, para sorpresa de nadie, venía convencido de que sí, que efectivamente había robado una lancha estatal. Habían logrado lo que querían: quebrarlo, reescribir su pensamiento, convertir su verdad en la verdad del régimen.
Cuento esta historia porque a Gil le va a pasar lo mismo. Hoy niega ser espía, niega ser agente extranjero, niega cualquier vínculo con la CIA. Pero en Cuba, no es el acusado quien decide cuál es su verdad, sino el aparato represivo. Al final, después de horas, días o semanas en manos de la Seguridad, él mismo terminará “confirmando” que sí, que es un agente de la CIA. Porque ese es el destino de todo acusado bajo un sistema donde la confesión se fabrica, la justicia es teatro y la verdad es lo que el poder ordena.
En Cuba, ante la Seguridad del Estado, nadie se salva y nadie es inocente. Solo existe un desenlace posible: el castigo inevitable, y la cárcel.