Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Comparte esta noticia

Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Hay una pregunta que empieza a rondar los balcones de La Habana y a susurrarse en las colas del pan (donde hay pan): ¿llegará Miguel Díaz-Canel al final de este, su segundo y teóricamente último mandato? La pregunta, que hace un par de años hubiera sonado a herejía, hoy se instala con una pertinacia incómoda.

Sobre sus hombros no carga solo el peso de un país en descomposición, sino el de una maldición de eventos catastróficos que harían tambalearse a cualquier gobierno del mundo. Su presidencia nació bajo el mal augurio de un avión desplomándose en Boyeros y desde entonces, la cadena de infortunios –o de negligencias– no ha cesado. El Saratoga reventado, Matanzas ardiendo en llamas negras, y un éxodo de cubanos que es el voto de confianza más contundente contra su gestión.

Pero no son solo las tragedias físicas. Su administración ha sido un laboratorio de fracasos en tiempo real. Bajo su mando, la palabra ‘crisis’ se ha quedado corta. Lo que vive la isla es una hambruna lenta, una asfixia generalizada donde el cubano de a pie libra una batalla diaria contra la escasez de todo. Y en el momento del huracán, cuando el pueblo necesita ver a su líder con las botas embarradas, Canel ofrece conferencias de prensa y frases hechas. El huracán Melissa no ha hecho más que desnudar, otra vez, la absoluta desconexión entre un palacio de gobierno que dicta órdenes y un territorio donde el Estado brilla por su ausencia.

Y luego están sus frases, esas que ya habitan el imaginario popular como estandartes de lo surreal. «La limonada es la base de todo» no es solo un comentario cándido, es la metáfora perfecta de un liderazgo que ofrece placebos ante un cáncer terminal. Prometer que «este año será mejor» se ha convertido en un chiste macabro que se repite cada enero, mientras la realidad se encarga de desmentirlo cada marzo. Su retórica, vacía y desconectada, ha minado cualquier resto de credibilidad. La gente ya no le cree, y para un político, eso es la sentencia de muerte.

El pararrayos perfecto

Ante este descalabro monumental, la gran incógnita es el silencio de La Habana. ¿Por qué Raúl Castro, el patriarca que todo lo ve y todo lo controla desde la sombra, no ha accionado el mecanismo de emergencia? ¿Por qué mantiene en el puesto a un hombre cuyo único logro tangible parece ser la capacidad de absorber toda la culpa? Aquí es donde el análisis se pone interesante. Raúl está viejo, sí, pero su inmovilidad no es senilidad, es cálculo. Canel es el pararrayos perfecto, el fusible diseñado para fundirse.

Mientras Díaz-Canel se desgasta en la primera línea de fuego, recibiendo los dardos de la frustración popular por el hambre, los apagones y la miseria, la vieja guardia castrista se mantiene intacta en su retiro, protegida del huracán. Canel carga con el oprobio de ser el rostro visible del desastre, permitiendo que el verdadero poder –el clan, los militares, el partido– siga operando sin mancharse directamente. Es el hombre del traje gris al que han puesto al frente del restaurante que se quema, para que los verdaderos dueños sigan cenando en la trastienda.

La conclusión es turbia pero plausible. La salida de Díaz-Canel antes de tiempo no sería una derrota para el régimen, sino la última fase de su utilidad. Lo relevante no es si termina su mandato, sino cuándo y cómo decidirán los de arriba que ha cumplido su ciclo como válvula de escape.

El día que Raúl Castro o su círculo más cercano consideren que el costo de mantenerlo supera su utilidad como pantalla, lo cambiarán sin pestañear. Su presidencia no se mide por logros, sino por su capacidad para aguantar la respiración mientras el barco se hunde. Y cada nuevo desastre, como el Melissa, es otra grieta en el casco.

Deja un comentario