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Por Carlos Carballido
Dallas,Texas.- Asistí a un concierto del proyecto Candlelight, en Dallas, dedicado a Las Cuatro Estaciones de Antonio Vivaldi.
Cuatro músicos —tres de ellos sorprendentemente jóvenes— lograron lo que millones de canciones actuales ni siquiera intentan: suspender el tiempo.
Bastaron un violín solista, una viola, un cello y un conjunto de velas para recordarnos que la música que trasciende no depende de efectos digitales ni de modas, sino de una verdad estética que permanece incluso tres siglos después.
Vivaldi, el cura veneciano pelirrojo conocido como Il Prete Rosso, revolucionó la forma del concierto a inicios del siglo XVIII. Las Cuatro Estaciones, publicadas en 1725, no son simplemente cuatro piezas atractivas ; son un experimento adelantado a su época: música programática que narra tormentas, cantos de aves, vendimias y el crujir del hielo sin necesidad de una sola palabra. También -pocos lo saben- el músico padeció de asma y fue quizás la razón de algún que otro “arrebato” en sus partituras para demostrar la desesperación personal en climas como Invierno y Verano.
Esa capacidad de traducir emociones y fenómenos naturales en sonido es un recordatorio de lo que era la música cuando aspiraba a ser arte y no un producto perecedero. Solo había una condición para lograrlo: TALENTO Y GENIALIDAD.
Mientras observaba a los jóvenes intérpretes ejecutar pasajes vertiginosos rodeados de velas, pensé en lo paradójico: la obra fue compuesta hace 300 años, pero se siente más viva, más intensa y más humana que la mayoría de lo que hoy domina las plataformas digitales. ¿Por qué? Porque la música de Vivaldi fue diseñada para durar. No para complacer a un algoritmo, no para vender una imagen vacía, no para anestesiar al oyente con asesinatos del tímpano , sino para conmoverlo.
La música contemporánea masiva, en cambio, vive en un ecosistema pensado para la obsolescencia y la trivialidad. Canciones creadas para volverse virales y desaparecer, letras intercambiables y obscenas , melodías planas construidas sobre progresiones repetidas hasta la náusea.
Se produce tanto que nada permanece.
Se escucha mucho, pero se siente poco. Y lo más preocupante es que esta superficialidad sonora se ha vuelto la norma cultural: ruido constante que entretiene pero no eleva, que distrae pero no transforma.
Vivaldi trabajaba con niñas prodigio del Ospedale della Pietà, adolescentes que ejecutaban música compleja con un rigor casi monástico. Así que ver a intérpretes jóvenes enfrentarse con igual disciplina a un repertorio tan exigente fue una prueba de que el talento real no depende de la época. La diferencia es que antes se esperaba grandeza; hoy se celebra mediocridad y aberración virales.
La pregunta es inevitable:
¿Qué hace que una obra musical sobreviva tres siglos mientras otras no duran ni tres semanas?
La respuesta parece sencilla: la música que perdura nace de una búsqueda estética profunda, mientras que la música desechable nace de una urgencia comercial. Una está pensada para resonar en el alma; la otra, para llenar playlists de fondo. Una dialoga con la tradición humana; la otra, con los caprichos del mercado. Y aunque ambas pueden coexistir, solo una tiene la estructura necesaria para vencer al tiempo.
La música clásica no es “vieja”; es eterna. Incluso en un proyecto como Candlelights, íntimo, sin tecnología, sin maquinaria propagandística detrás.
La música desechable no es “moderna”; es efímera, idiotizante y criminal contra las pocas neuronas de su consumidor.
Los cubanos nuevos saben de qué hablo pero creen que exageramos. Y lo único que les importa es alimentar a esos ídolos que dicen ser músicos con el mismo nivel que una chiva berreando.
Quien haya presenciado un concierto íntimo de Vivaldi interpretado con honestidad sabe perfectamente en qué lado de esa línea quiere estar.