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Por Iran Capote
Pinar del Río.- Me quemé la barriga con agua hirviente. Nada alarmante, no se preocupen. Toda la zona del ombligo se afectó y a lo primero que atiné fue a abrir el refrigerador para aplicarme escarcha.
¡Qué ingenuidad la mía! Si el viejo Haier ya hace tiempo que no sabe lo que es congelar.
Pero más ingenuo fue mi hermano. Parece que por el susto y por mi escandalosa reacción, al ver que no había escarcha ni nada congelado, metió la mano en el pozuelo de los huevos y de los cuatro que quedaban, cogió uno.
Yo estaba rabiando de la ardentía, pero con todos los sentidos alertas cuando lo vi sacar un huevo del refrigerador. “¿Para donde tú vas con eso?” Le dije con tono amenazante.
Y él, ya con el pozuelito de cerámica en la mano, dispuesto a partir el huevo, me dijo: “La clara de huevo también es buena para la quemadura”… e hizo ademán de romper definitivamente el huevo.
Ahí fue cuando aún con la ardentía en la barriga, di dos pasos, llegué hasta él, apreté su mano con fuerza y respondí enérgico y viril: “Prefiero que me dejes morir, antes que desaprovechar ese huevo en estas blandenguerías”.
Y puse el huevo en su sitio. ¡Como Dios manda!
Ahora estoy rabiando y mañana seguro se ampollará la cosa. Con el tiempo quedará la marca. Pero la luciré con orgullo por haber salvado una ración de tortilla.
Con la comida no se juega. Ley de la selva.