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Por Oscar Durán
La Habana.- Sandro Castro se levanta tarde. Su desayuno probablemente incluye café importado, jugo natural, pan de centeno, y si acaso se pone creativo, una copa de champán francés. En su mundo, los apagones son mitología urbana y los mosquitos una especie en extinción. Sube una historia a Instagram desde su bar, sonríe con sus gafas Ray-Ban, se acomoda el peinado y sale en un Mercedes-Benz a full blast.
Mientras tanto, en un barrio llamado la güinera , Wilber Aguilar Bravo no puede pegar un ojo.
A Wilber no lo conocen por su look ni por su apellido. Lo conocen porque su hijo, Walnier Luis Aguilar Rivera, fue condenado a 12 años de prisión por protestar el 11 de julio de 2021. A Wilber le vigilan la casa, le cortan la línea del teléfono, le siguen hasta para ir a comprar pan. Su vida es una celda sin barrotes, una vigilancia sorda y perpetua, una herida que no cierra. Pero sigue. Por su hijo, sigue.
Ayer lo detuvieron y estuvo varias horas encerrado arbitrariamente. Sandro Castro no se enteró de eso porque andaba alardeando de “jugueticos” como si la vida en Cuba fuera un sketch de comedia negra. Wilber, en cambio, camina por La Habana con la angustia a cuestas. Uno heredó el apellido más blindado de la isla, el otro arrastra el estigma de ser padre de un preso político. ¿Cuántas Cuba hay en Cuba? ¿Cuántas versiones de la isla conviven sin mirarse jamás a los ojos?
En marzo de 2021, Sandro publicó un video conduciendo a más de 140 kilómetros por hora. “Nosotros somos sencillos, pero de vez en cuando hay que sacar estos jugueticos”, dijo, con una sonrisa que irritó hasta al más resignado. En un país donde los carros se heredan como si fueran títulos nobiliarios, y donde el litro de gasolina vale lo mismo que una quincena de salario, esa frase fue una bofetada sin manos. Un acto de cinismo de clase, una burla a la miseria general.
Claro, luego se disculpó. Dijo que el auto no era suyo, que todo fue una broma. Pero en Cuba nadie se disculpa por error; se disculpa por escándalo. Y aunque el pueblo no olvida, tampoco puede hacer mucho. Porque Sandro es intocable. Porque la impunidad en la isla tiene nombre, apellido, y escolta.
Wilber hace directas, escribe cartas. Denuncia. Llama a donde puede. Exige medidas cautelares. Lo hace en nombre de su hijo, que fue golpeado, detenido, juzgado y encerrado solo por gritar “Libertad” en una manifestación. En febrero de este año, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le otorgó medidas cautelares, reconociendo el peligro que corre su familia. Y aun así, sigue siendo hostigado. ¿Por qué? Porque no se rinde. Porque no baja la cabeza. Porque no es Sandro.
Y así, Cuba sigue siendo una tierra de contrastes extremos. Una república de simulacros, donde el discurso revolucionario convive con la desigualdad más brutal. Donde un joven con apellido ilustre puede darse el lujo de presumir riqueza -y Cristash- sin que la ley lo toque, mientras un padre angustiado no puede salir de su casa sin que lo persiga una moto Suzuki con dos tipos de civil.
La Revolución, que prometió justicia social y equidad, ha terminado por crear su propia aristocracia. Una élite que se reproduce en las discotecas, en los negocios, en los privilegios del apellido. Los nietos del poder ya no necesitan camuflarse de pueblo. Viven sin miedo porque el miedo es del pueblo. Ellos solo heredan.
Y en lo que el nieto juega a ser empresario en una nación quebrada, hay padres como Wilber que lo arriesgan todo por una causa justa. Porque, como dijo Martí, “los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan”. Wilber lo sabe. Y por eso resiste.
Quizás algún día esas dos Cubas se enfrenten de verdad. Quizás Sandro tenga que bajarse del Mercedes y mirar a Wilber a los ojos. Quizás entonces se acaben los jugueticos y las disculpas de plástico. Pero hasta que eso ocurra, seguiremos así: viviendo en mundos paralelos, donde la justicia es selectiva y el dolor solo tiene voz cuando viene del lado correcto del apellido.