Por Eduardo González Rodríguez (Facebook)
Santa Clara.- Resulta que tenemos el intermitente indicando a la izquierda, pero todo apunta a que, muy lentamente, muy discretamente, estamos doblando a la derecha. Y lo peor no es la dirección, lo más triste es que seguimos diciendo que sí, que a la izquierda está la única salvación posible. Como si el ser humano no hubiera sobrevivido sin tecnología, con la abrazadora temperatura del trópico o el frío de la Antártida. Como si no hubiera sobrevivido la Primera Guerra Mundial, y la Segunda con sus campos de concentración, con la muerte de la Palabra Dada -que según nuestros abuelos era tan sagrada como Dios- y las traiciones recurrentes de la Guerra Fría que, dicho sea de paso, fue la forma más tibia que los países pudientes encontraron para hacer dinero con los muertos a un costo tan bajo, tan ridículo, que no excede el valor de una medalla. Y, así y todo, seguimos siendo manipulados.
Ha decaído tanto la moral que la emprendemos con los fake news de internet porque suponemos que una noticia falsa puede desestabilizar un país. Hacemos toda una filosofía de sus intenciones macabras y del alcance brutal que pueden alcanzar – ¡al punto de borrar nuestras culturas y nuestras tradiciones! – sin entender, intencionalmente, que nada, ni siquiera eso que algunos llaman verdad, es capaz de aniquilar lo que está bien plantado, lo que es bueno y justo para los seres humanos. Solo perece lo que está dividido, y a lo que está dividido ni siquiera hay que darle un empujón. Cae por su propio peso. Y en eso, en dividir, hemos sido eficientes.
Mucho antes de la era de Internet, a la que llegamos con bastante retraso, estábamos divididos en revolucionarios y contrarrevolucionarios. O sea, en buenos y malos. Puede, incluso, que hubiera algunos no tan revolucionarios, esos que de vez en cuando se comunicaban con un familiar residiendo en un país enemigo que ya había alcanzado su estadio superior de contrarrevolucionario: gusano. No quiero lastimar sensibilidades, ni traer al presente cosas por los pelos con el ánimo de seguir hurgando en una herida que duele y tiene más profundidad que un pozo de petróleo, pero las cosas como son. No es Internet y sus redes sociales lo que está haciendo daño, o no todo el daño del que la culpan. Cuba, que jamás tuvo una guerra tan devastadora como una guerra mundial, tenía, y tiene, una batalla desgastante entre su propia gente. Gente que somos hermanos de sangre, de juegos, de escuela, de vida. Todo porque un grupo de ideas que se suponen las más justas del planeta no tuvieron, ni tienen, la misma aceptación. Y lo de las ideas, pasa. De ideas se habla en el dominó, en la bodega, en la guagua. Pero las acciones de un grupo que se da el lujo de vetar, de silenciar, de clasificar con los peores nombres a los que piensan diferente con el único argumento de la fuerza, estuvo mal, está mal y estará mal hasta el fin de los tiempos.
¿Cómo es posible que un país en el que un refrigerador, un televisor o un ventilador podía adquirirse únicamente cortando caña o trabajando en una microbrigada, hoy lo vendan en MLC? Tengo discursos, por si me los piden, donde se habla mal de los famosos macetas que se compraban un carro en 30 000 pesos sin hacer ningún tipo de sacrificios, sin cortar caña, sin poner un ladrillo, y lo peor, macetas que habían logrado esa solvencia administrando o dirigiendo una entidad estatal. ¿Cuántas personas, revolucionarias dicen, a lo largo de 60 años han sido tronadas por malversación, corrupción y enriquecimiento ilícito antes de la llegada de Internet?
¿Por qué, una vez más, hay que poner en televisión a un grupo de dirigentes reunidos preguntándose qué pasa con la agricultura? Eso lo sabe un niño, señor. No hay agricultura porque no hay agricultores. ¿Por qué no hay agricultores? Porque desde hace años, antes de Internet, los bajaron de las montañas con 14 o 15 años a estudiar a los tecnológicos en las ciudades, ¿y qué muchacho, en aquella época, después de entrar a un cine, de ir a coppelia, de buscarse una novia sin enfangarse los pies, querría regresar a su campo, a su casa de madera, a cargar agua con dos cubos y un palo sobre el hombro? ¿No ven la edad de las personas que están trabajando en el campo? La mayoría están más allá de los setenta años. Y lo otro… ni siquiera al precio de inflación que tienen la calabaza, la yuca, el maíz y el plátano, un agricultor decente se puede comprar un ventilador en una de esas tiendas que, también, dicho sea de paso, no es responsabilidad del bloqueo, sino de malas decisiones económicas que se tomaron en los 90. ¿No íbamos a tener un futuro de hombres de ciencia? Pues bien, ahí está la respuesta. En ningún lugar del mundo los científicos ni los universitarios se dedican a sembrar papas, como no podrán dedicarse los médicos, ni las enfermeras, ni los maestros, a construir estanques para criar tilapias. ¿O también es culpa de internet que no exista una estrategia -funcional- para resolver el problema?
Mientras el mundo comienza a culpar de sus desastres a la Inteligencia Artificial y tiene bajo la manga a un extraterrestre agresivo, nosotros todavía nos preguntamos, con una solemnidad de academia, por qué no producimos nada.
Sepan, aunque se llenen de ira, maldigan y se rompan la cabeza, que no nos estamos jugando la estabilidad de un gobierno, nos estamos jugando la existencia como Nación. No lo digo yo, lo dice la historia.
Feliz domingo, hermanos.
(Ahora salgo al mercado con mucho optimismo y poco dinero. Uno sabe cómo sale, pero es imposible adivinar cómo regresa. A veces la inmoralidad de los precios termina por desmoralizarnos. Abrazos).