Por Guillermo Rodríguez Sánchez
La Habana.- Un amigo me comentaba hace unos minutos consternado: «las imágenes que estoy viendo salir poco a poco acerca del paso del huracán Oscar por el oriente del país son sobrecogedoras e indican una cifra de fallecidos que posiblemente jamás vamos a saber».
Y en varios videos tomados por la población, mientras ocurría el terror natural que he visto poco a poco espantado, hay un denominador común, la gente es la que rescata a la gente, el vecino rescata al vecino.
No veo policías, no veo una balsa del ejército, no veo un vehículo anfibio, no veo a la tan anunciada Defensa Civil.
Al menos no durante la caliente, cuando había que ir pa’ arriba del lío, aparecen ahora, casualmente junto a las cámaras de la televisión.
Aparecen ahora, cuando llegó el Estado Mayor inútil para el postureo del desastre, aparecen ahora incluso helicópteros protagonizando espectaculares rescates tres días después.
Y ojo, toda vida salvada es una bendición mayúscula, no pongo en duda tampoco la valía de esos rescatistas, muchachos reclutas de pueblo también en su mayoría.
Respeto absoluto para el que está abriendo ahora mismo una trocha en medio del lodazal, admiración infinita para el rastrero que traslada la escasa comida disponible jugándose la vida en la carretera.
Pero no es suficiente, suficiente sería que aparezca el mismo despliegue de fuerzas y recursos ilimitados cuando sopla el viento y arrecia la inundación que cuando suena un insignificante caldero vacío en Maisí.
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