Por Laritza Camacho.- Migrar. Los nómadas caminan largas distancias y aprovechan en su viaje los frutos del camino. Tal vez no se quedan a construir, no calientan la tierra; pero van dejando huellas aquí y allá.
Muchas especies de pájaros también migran, se mueven por rutas establecidas por sus ancestros, siguen las corrientes de aire convenientes y en su viaje, polinizan, embellecen el entorno, se funden con el paisaje, traen lo bueno de allá y se llevan lo bueno de aquí.
Migrar es del carajo. El migrante debería ser siempre portador de buenas costumbres, de luz y de ese sello que imprime la nostalgia por regresar al punto de partida y completar el viaje, ese sello que se llama familia, país, identidad: perro huevero aunque le quemen el hocico…
«Allí donde fueres, harás lo que vieres pero no olvides quien eres» parece ser máxima de los migrantes.
Hoy, que Cuba se escapa siguiendo cualquier ruta migratoria, incluso por los peores corredores y caminos, con casi todo en contra, me pregunto: ¿Qué se llevan? ¿Qué identidad guardará el adolescente que escapa con tres o cuatro palabrotas en el alma y los únicos tennis «de marca» foránea en los pies? ¿Qué le contará a sus nietos de la isla que lo botó a patadas sin dejarle siquiera hablar o aclarar sus dudas o darle forma a sus sueños?
Siempre han migrado los cubanos. Somos isla de viajes infinitos. Nuestros abuelos fueron migrantes… europeos, africanos, chinos. Llegaron pobres o esclavos, y se quedaron por propia voluntad u obligados por las circunstancias. Su sueño era prosperar, romper cadenas. Mientras, supieron mezclar guitarras con tambores y la luz del Caribe se coló en sus lienzos mulatísimos.
Venían de cualquier lugar, y partieron llenos de cubanía.
Antes, al amanecer, el barrio olía a café recién colado y ese olor se llevaba en la sangre del migrante.
¿Qué se lleva el jóven hoy cuando ya ni el barrio huele a café?
¿Qué huella dejaremos aquí o allá?