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EL VERDADERO REY MAGO

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Por Jorge Sotero

La Habana.- Allá en Cumanayagua, en aquella bodega de campo a seis kilómetros del pueblo, también llegaban los juguetes una vez al año. Dos días antes del Día de Reyes se llenaban los polvorientos anaqueles con algunos camiones, unas muñecas, tres o cuatro ametralladoras de baterías, bolas y unos guantes de boxeo.

Los Sotero teníamos mala suerte. Nunca nos tocaba un número por debajo del 50 en un lugar donde había, a lo sumo, 75 núcleos. Curiosamente, los nietos de Iraida, la que administraba la bodega, siempre sacaban el uno en aquel sorteo mágico en el que mi padre nunca participó. De hecho, la única bicicleta que vendieron en 12 años allí, le tocó ‘milagrosamente’ a Humbertico, el nieto de la administradora. “¡Qué suerte tienen!”, decía mi padre, al que nada de aquello agarraba por sorpresa.

Nosotros éramos siete -yo el mayor- y mi padre tenía que trabajar duro en el campo, sobre todo en el café, para que tuviéramos lo imprescindible para vivir, por eso lo de los juguetes no era una prioridad, aunque siempre en Día de Reyes mi viejo, que entonces tendría unos 30 años, iba a la bodega y algo compraba: para las hembras alguna muñeca, un juego de cocina o alguna otra bobería. Para los hombres, armas, bolas y guantes de boxeo.

Al viejo le encantaba vernos boxear en el patio de la casa. Él ponía sus reglas: no se podía pegar en la cabeza y el mayor tenía que pelear a la mano contraria. A mi madre aquello no le gustaba nada, porque consideraba salvaje que dos personas se pegaran por gusto, pero esas peleas nos prepararon para la vida y nos hicieron fuertes.

Yo tenía 11 años cuando nació el último de mis hermanos, Antonio. Y mi juguete por entonces era un machete y una guataca. Desde los nueve ayudaba al viejo en todo y andaba con él a caballo para donde fuera, menos en aquellas tardes de domingo, cuando se bañaba temprano, se vestía y salía “por ahí”, como él decía. Cada vez que se iba, mi madre lloraba.

Yo siempre le decía que me llevara, pero su respuesta fue la misma cada domingo. Mas, eso no impedía que al domingo siguiente le dijera lo mismo. Y así fue hasta que un día le dije a mi madre que lo iba a seguir. Él se vistió, montó en un caballo moro que tenía y partió. Yo lo seguí desde muy lejos, porque no quería correr el riesgo de que se diera cuenta. Por una hora fui detrás de él, hasta Ojo de Agua. Yo estaba unos 400 metros detrás, y lo vi bajarse en casa de Eugenio, el isleño. Ya había dos caballos, amarrados por las riendas a unos guayabos en el patio.

Agachado, en silencio absoluto, me acerqué por entre unas piedras y unos anones, y desde lejos vi que jugaban dominó. Estuve mucho rato allí y en ese tiempo llegaron dos o tres hombres más. Regresé a la casa a la carrera. Mi madre me esperaba en la puerta, preocupada. No preguntó nada, pero yo le dije que jugaba dominó en casa del isleño. Nunca más mi vieja lloró cuando mi padre salía los domingos.

Cuando yo tenía 17 años, Toño, como le decíamos al menor de mis hermanos, apenas había cumplido seis y le hacía ilusión lo del Día de Reyes. Todavía se vendían los juguetes por sorteo, pero él no lo sabía. Elisa, la mayor de mis hermanas y yo le hablamos de Melchor, Gaspar y Baltasar, y le explicamos de dónde venían a dejar los juguetes. Le dijimos que, si quería que fueran bondadosos con él, debía dejar un poco de hierba fresca en el portal y un cubo con agua, para que los camellos comieran y bebieran.

Aquella noche casi no duerme. Los juguetes ya estaban en la casa, porque los habíamos comprado el día anterior -en el campo era así-  y lo que pidió en la carta que puso debajo de la almohada, era justo lo que habíamos comprado: una ametralladora, un camioncito pequeño y una caja de bolas. Elisa y yo condicionamos su pedido.

Al final, como a las 12 de la noche se durmió, Después de un día entero corriendo de un lado a otro, cayó rendido en la cama, y nosotros le pusimos debajo sus juguetes y una carta, en la que le decíamos que tenía que portarse bien porque en el último año no lo había hecho.

Cuando despertó, con el sol afuera, lo primero que hizo fue coger sus juguetes y salir gritando: “¡Mira lo que me trajeron los Reyes Magos!”, decía. Fue a la cocina buscando a mi madre para mostrarle, pero ella estaba en el pozo, halando agua. Y para allá fue. Pero al salir por el portal, resbaló con una deposición de vaca, fresca aún y cayó de espaldas sobre aquello.

Con los juguetes en las manos, pero todo cagado se levantó, a punto de llorar. De pronto miró al portal y ya el cubo con agua no estaba, ni la hierba fresca tampoco, porque las vacas se la habían comido en la noche.

-Mamá, no sabía que los camellos cagaban como las vacas -dijo, y mi madre soltó una carcajada tremenda.

-Métete debajo de la bomba, que tienes mierda hasta en los ojos -le dijo. Y lo bañó.

Ese día, Eliza y yo le contamos que el rey mago de la familia era mi padre, y cuando el viejo llegó de trabajar, Toñito le preguntó si también le había llevado juguetes a los otros niños de la zona.

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