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Por Renay Chinea
Barcelona.- Una vez me dio por fijarme en las piedras. El comunismo es tan aburrido que a uno le da tiempo para cualquier cosa. Yo mismo me he anotado, entre otras múltiples tropelías, a un curso de Ajedrez, que es como hacerse un Máster en el herbicida que mata el aburrimiento.
Tengo amigos que se hicieron colombófilos, filatélicos y hasta médicos. Otros se fueron para Angola; o se casaron con Matilde, la del pueblo, a quien preñaron (juraron que ovovivíparamente) y le criaron a trompicones sus hijos colorados y nobles.
¡Todo para matar el aburrimiento en un circo, donde el menos gracioso era quien hacía las murumacas… y mandaba! Mandaba y había que ir obligado a reírle su envolvencia. Nadie ha escrito el manual para sobrevivir al aburrimiento bajo el manto de esas tinieblas. Me espero un tratado.
—¡Fíjate qué cosas!: mi tutora de ajedrez era una joven rubia que después resultó ser la primera cubana en lograr el título de Gran Maestro. Y me hablaba de la Defensa Tartakower con entusiasmo, aunque a mí me apremiaba más saber quién coño era ese tal tortugoso, que colocar sin miedo el Caballo blanco en E4…!
—¿Que por qué me metí en aquello? Porque un día, muchísimo tiempo antes de Google y antes de nuestro siglo, solo se sabía lo que decían los libros de divulgación científica. Y mi amigo Ernesto Domenech me prestó uno, —en verdad, fabuloso— del escritor judío-ruso Yakov Perelman: ‘Física Recreativa’. Y allí supe la fabulosa historia del Maharajá… y el prisionero que inventó el Ajedrez, que no voy a contar ahora. Pero sentí curiosidad por lo que podía pasar sobre el campo de aquellos hermosos 64 escaques. Y cómo podían acabar con todas las cosechas de granos de trigo sobre la tierra.
En Onceno Grado, me emocioné con uno de aquellos ‘Círculos de Interés’, de Geología. Y el Profe, que también se aburría, ‘montó un Geólogo’… y se identificó con eso: nos enseñaba los Feldespatos, las Piritas, las Quárcicas —que sacan chispas si las coscorroteas de noche, como si fueran destellos de luciérnagas— y, por supuesto, todas las ígneas, metamórficas y sedimentarias de la localidad.
Esperábamos el atardecer sobre una colina aterrazada, cerca del caserío de Codicias, entre Cumanayagua y Cienfuegos, donde alguna vez se cobijó un famoso bandolero.
Entre la tiniebla esplendorosa de F y 3ra, alguien —otra vez— me prestó un libro cromado y hermoso, de esos que venden en los museos por 100 pavos.
En los entornos cavernarios, la gente se cuelga un decoroso jolongo de fraternidad y camaradería. ¿Quién nos iba a decir a nosotros, todos idos pa casa del carajo… que de aquel lodazal de beca, íbamos a recoger como diamantes, lo más valioso de nuestras amistades?
Los cuadros de Dalí impresos a todo trapo en aquel libro de papel de lujo —los originales están aquí ‘al costat’ ahora— eran ante los ojos de aquel estudiante emocionado, un resplandor.
Treinta años después, el destino me trajo a vivir alrededor de aquellas rocas dalinianas desnudas.
Una tarde, cuando noviaba con Elina, en la apacible soledad, hacíamos travesuras sobre aquellos pedruscos graníticos y rosados, que corroía la terquedad del turquesa inconcebible del Mediterráneo. Era la hora de “La bestia de las dos espaldas”, que decía Shakespeare.
Aún no sabía que para enamorar a una mujer, era más importante el binomio cuadrado perfecto de Billetera-Gimnasio que todos los libros que, por aburrimiento, te hayas leído en tu vida. Tampoco sabía que ella era la excepción.
Ayer me quedé a dormir en Barcelona. Eché a andar por San Gervasi, y fui a parar al bar donde tantas veces fui con RamÓn Serrano.
Los bares, donde uno tanto tertulió con el amigo poeta, son un lugar sagrado. Sobre todo, el día cuando ese amigo falta, y uno termina dedicándole un poema.
Lo bueno de una gran ciudad es tenerla cerca. Y uno se impresiona cuando camina por esas calles arboladas con fachadas cuquis que te lanzan siempre un guiño y un destello. Barcelona no es señorial como Madrid, que toda se divide en dos: Oro y Ladrillos. La Habana es una Dama Coqueta. Una quinceañera que murió joven pero no está maquillada con espantosos ladrillos apurados en el horno y que siempre se evoca entre recuerdos oníricos. Barcelona tiene casi la señorialidad de Madrid y casi toda la coquetería de La Habana, y es por eso que les gana a ambas. Cuando entro por Diputación y me tropiezo con Paseo de Gracia, revivo la primera vez del bautizo de pasarse la bahía de La Habana por la cabeza… y atravesar el túnel.
Mientras leía aquel libro de Dalí, encontré un catalán una tarde de Fútbol y Champions. Era de esos tipos solitarios en España, que los apaga la rutina, les esmerila la jovialidad el curro, y la soledad les oxida las esperanzas. Me habló de Dalí. De Gaudí, de Miró… y diligentemente, hasta del modernismo catalán que no entendí mucho.
—Vivo en la Ronda de Mitre, recuerdo que me dijo. Siempre me llamó la atención Mitre. Desde que me enteré de que Brindis de Salas, uno de los más grandes músicos cubanos de todos los tiempos, tocó el violín en su casa. Y que su hijo fundó el Diario de La Nación, cuyo corresponsal en Nueva York era José Martí. Trasciende que cuando Mitre Jr., lo contrató, el Martí puso una condición: envíe Ud mis honorarios, a nombre de Doña Leonor Pérez Cabrera, en la calle de Paula número 7, en La Habana.
En los 64 segundos, años o milenios, en que el Titanic llamado Cuba, se hunde, uno se saca el sombrero amodorrado, y le va echando fresco a sus morivivientes, aunque al final, como la madre de Martí, a pesar de los pecunios, sucumba. Yo también mantenía con euros apabullados, a mi madre en Cuba. Y le enviaba dinerillos. —Que eran agua de mayo —me decía.
La Ronda Mitre, dentro de 200 años será también encantadora. En esta noche de apacible invierno en que husmeo en su vidrieras, me doy cuenta que alguien dentro del ruralita que soy, ama la ciudad. Como aman la farola los abejorros corvos y bucólicos.
—¿Por qué son tan hermosas estas rocas rosadas…!? —me preguntó Elina, con sus ojos de olivo, sentada al final de una piernas doradas, argentinas y largas…
Hacía poco, había apostado con un amigo que ella iba a ser la madre de mis hijos…!
—Bah… ustedes los cubanos siempre están en lo mismo…!—respondió.
Cuando me preguntó eso, bajo la luz pastel llena de colores Dalí, del Mediterráneo, recordé aquella vez en que el aburrimiento, me llevó a conocer las piedras:
—Ves esto? —Le dije apuntando a un peñasco de granito albo y rosáceo como la aurora, surcado por una cinta verde oscura que nos servía de butaca.
—Porque los diques de lamprofidos cargados de camptonitas, vinieron a poner el verde de tus ojos, en estas rocas finas…!
Desde ese día han pasado ya dos niños y más de 18 años.