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Por Oscar Durán

Otra vez la historia repetida. Otra vez un vicepresidente cubano en gira por los campos del país, jurando que esta vez sí, que ahora sí, que todo va a mejorar. Salvador Valdés Mesa llegó a Villa Clara como quien llega a una finca ajena: con zapatos limpios y una ristra de promesas tan rancias como el modelo que representa. Visitó el Central Héctor Rodríguez, único ingenio activo en la provincia. Allí dejó escapar un discurso lleno de tecnicismos y porcentajes que no engañan a nadie.

Producción al 38 %, dijo. Y lo dijo como si esa cifra fuera una medalla y no la prueba fehaciente del colapso de una industria que fue orgullo nacional. Hoy, esta industria no puede ni garantizar el azúcar para el café aguado de los CDR de Gerardo Hernández. El panorama es el de siempre: falta combustible, no hay piezas de repuesto, los equipos están oxidados. Además, el plan de zafra es un papel mojado en guarapo viejo.

Después del central, Valdés se fue a la finca de Salvador Cárdenas, un productor estrella que saca cien toneladas de arroz por hectárea. Logra esto gracias a la asesoría de técnicos vietnamitas. Sí, vietnamitas. Porque ahora resulta que, para sembrar arroz en Cuba, necesitamos que nos lo enseñen desde Hanoi. Bienvenidos al siglo XXI cubano, donde la revolución exporta médicos pero importa conocimientos agrícolas.

La finca de Cárdenas parece un oasis en medio del desastre. Pero no se engañen, no es el símbolo de la recuperación: es la prueba viviente de que el sistema no funciona. ¿Cómo puede uno solo producir lo que no logra un ministerio entero? ¿Por qué necesita ayuda extranjera un país que alguna vez alimentó al Caribe con su arroz y su caña?

Valdés habló de transferencia de tecnología, de bajar los precios, de garantizar el consumo. Son palabras huecas que no alcanzan ni para llenar un saco. Mientras tanto, en la bodega de cualquier barrio, el arroz brilla por su ausencia y el azúcar es un lujo reservado para las casas donde todavía queda algo de esperanza.

Y así seguimos, con los mismos recorridos, los mismos discursos y los mismos resultados: el campo vacío, la zafra fallida y el pueblo esperando. Porque en Cuba, cada visita oficial es una cosecha de mentiras. Y la tierra, aunque noble, ya no da frutos con palabras.

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