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Por Tania Tasé ()
(Les pongo aquí un fragmento de algo que estoy horneando, o tratando de domar. Va a ser un relato fuerte y difícil y ya desde ahora anda en franca rebelión.
Lo que necesito de ustedes es bien simple: sólo quiero saber si este comienzo los engancha y los deja con ganas de enterarse del resto de la historia.
Les agradezco por adelantado y les pido que no tengan piedad, sean implacables.
La foto es casual, sólo una esquinita en Berlin).
Berlín.- No fue nunca una niña bonita, al menos no del modo clásico celebrado por el gusto cubano de los años 70. Tenía demasiadas pecas, además de un cabello rizado salvaje y abundante que no se dejaba domar. Tampoco era muy femenina: sus manos eran demasiado grandes y casi siempre las tenía sucias y llenas de arañazos.
Le gustaba mucho hacer cosas con esas manos de dedos gruesos y largos y fuertes. Junto a su abuelo fabricaba percheros de alambre en el portal inmenso de su casa en Marianao. Disfrutaba cuando le permitía ayudarlo a sembrar y cuidar plantas medicinales en su jardín, a pesar del pánico que le provocaban los cucarachones de tierra. También trabajaba junto a los vecinos viejos, negros y santeros, con sus rosas bellas inútiles, llenas de espinas que la hacían sangrar.
Jugaba casi siempre con varones, sabía trepar muros y saltar cercas mejor que ellos. Robaba mangos aún verdes a mano limpia sin temor a romperse el alma en una caída.
Sin embargo, ya a los diez años, hombres a los que podría haber llamado abuelos, la piropeaban. Los más jóvenes eran aún peores, le hacían gestos que ella intuía obscenos, aunque desconocía su significado. Sentía miedo de las sonrisas lascivas babeantes con que acompañaban sus gestos extraños. Pero lo peor era escuchar sus silbidos y carcajadas casi histéricas.
Y es que Tamara tenía ya un cuerpo de mujer que no combinaba con su rostro infantil y sus maneras silvestres. Mucho menos con su expresión eterna interrogante: parecía no entender nunca el mundo que habitaba y qué esperaban de ella los otros seres…