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Sombras de poder: sobornos, chantaje y espionaje como columnas del régimen cubano

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- La experiencia cubana del poder, más que un proyecto político, constituye una antropología del dominio. No se trató únicamente de estructurar un Estado, sino de rediseñar la relación entre individuo y autoridad hasta vaciarla de tensión. En lugar de ciudadanos, el sistema produjo sujetos administrados; en vez de derechos, distribuyó concesiones; en sustitución de la ley, instauró la gracia política.

El soborno no aparece aquí como patología institucional, sino como gramática del poder. La escasez fue convertida en técnica, el privilegio en idioma, el acceso en recompensa. En este esquema, la obediencia no se impuso como doctrina, sino como reflejo condicionado. La lealtad dejó de ser virtud: pasó a ser requisito de subsistencia.

El chantaje, lejos de ser un abuso ocasional, se consolidó como tecnología de control. No fue el golpe visible lo que ordenó a la sociedad, sino la advertencia latente. La intimidad fue estatalizada, la conciencia vigilada, la biografía transformada en archivo. La amenaza dejó de ser excepción jurídica: se convirtió en atmósfera moral. La vida privada dejó de pertenecer al individuo y pasó a ser territorio operativo.

El espionaje, en esta arquitectura, no funcionó como recurso defensivo, sino como programa de expansión. No se trató de proteger fronteras, sino de disolverlas. La infiltración en estructuras diplomáticas, académicas y mediáticas de otras naciones no fue desvío: fue estrategia. El objetivo no fue recopilar información, sino reorganizar voluntades.

La fábrica de dependientes

Los mecanismos de recompensa para los agentes externos rara vez adoptaron la forma de salario visible. Operaron a través de formas más eficaces: protección, pertenencia, inmunidad, futuro. El régimen no pagó informantes: fabricó dependientes. No compró servicios: comprometió identidades. El pago fue la deuda; la retribución, la imposibilidad de romper el vínculo.

El resultado histórico ha sido la consolidación de una forma de poder que no se impone tanto por la violencia física como por la colonización de la conciencia. Un poder que no necesita gritar, porque ha logrado habitar la mente de sus súbditos. La coerción fue desplazada por la internalización. La prisión visible, por la disciplina invisible.

“El dominio perfecto es aquel que el dominado confunde con normalidad.”

Desde esta perspectiva, la revolución no puede leerse únicamente como fracaso económico o desviación moral, sino como éxito técnico de control. No creó prosperidad, pero sí una de las estructuras de subordinación más longevas de la modernidad política.

No fue gobierno. Fue ingeniería de conducta.

No fue liderazgo. Fue administración del miedo. Y en ese refinamiento del sometimiento, el poder cubano no formó ciudadanos: formó sobrevivientes.

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